Columnistas

Un problema de diglosia

Hemos llegado al punto en que el idioma, usado con propiedad y prolijidad, es considerado signo de algún peligroso desequilibrio mental, algo que urge combatir.

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Digno de ser consignado. Hoy fui a ver a un nuevo psiquiatra. El doctor Pérez, digno custodio del fuego de Hipócrates. Trabaja en una miserable oficinilla en el ruinoso, laberíntico Hospital Calderón Guardia. Pasé una buena media hora explicándole las sensaciones asociadas a mi depresión. Pensé que era crucial describir con precisión satelital el sentimiento de opresión que me embargaba. Después de todo, un tumor se puede palpar, ver, medir, tipificar. ¡Pero una depresión! La exactitud del lenguaje y las metáforas empleadas para caracterizarla –que ya implican un considerable esfuerzo de verbalización y autoanálisis– me parecen ser una ineludible condición de posibilidad para su alivio. Así que escogí las más elocuentes metáforas, el léxico más focal, las imágenes más plásticas de que fui capaz.








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