La semana pasada, el presidente de la República, Carlos Alvarado, procedió con encomiable sensatez al comparecer ante la comisión investigadora que lo convocó en relación con el caso UPAD, y a hacerlo en las condiciones que fijaron el plenario legislativo y la propia comisión.
En el pasado, hasta donde alcanzo a recordar, distintas comisiones investigadoras llamaron a comparecer a diversos presidentes. Nada hay en esto de reprobable: la Constitución las faculta para «hacer comparecer ante sí a cualquier persona, con el objeto de interrogarla».
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Anteriormente, atendiendo la dignidad del cargo, la mayoría de las veces, las comisiones acudieron por cortesía al despacho del presidente en la Casa Presidencial y allí lo interrogaron. Alguna vez la comparecencia se realizó en la sede de la Asamblea Legislativa. En ninguna, el presidente fue convocado al recinto del plenario y no hay precedente de que por ese motivo este órgano acordara suspender su sesión y la de todos los restantes órganos legislativos, fueren los que fueren, para que la actividad se concentrara en la comisión investigadora.
Dadas estas circunstancias, el trato que recibió el presidente Alvarado fue singular y excepcional, porque nunca antes se ha dispensado a compareciente alguno. La comisión no procedió con la cortesía de otros casos, aunque ciertamente no estaba obligada a hacerlo porque la cortesía no es fuente del derecho parlamentario. Por otro lado, es evidente que la Asamblea no necesitaba emplear los medios que empleó en esta ocasión, porque disponía de otros para facilitar la participación de los diputados y cuidar el distanciamiento social.
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Lo cierto es que las condiciones acordadas para el interrogatorio del presidente crearon en algunos la sospecha de una interpelación velada, contraria a la Constitución, y en otros, la de una intención agraviante. Hubo quien, exagerando, imaginaba a este alto cargo maniatado y conducido a empellones a la Asamblea Legislativa.
Nada como eso pasó. El presidente, sabiamente, se sometió a las condiciones que impuso la Asamblea, y de esta manera nos ahorró lo que pudo llegar a ser un enojoso conflicto institucional, innecesario e inoportuno.
Moraleja: si el respeto a la Constitución es verdadera convicción, y no vana palabrería, hay que acatarla más allá de las formas.
El autor es exmagistrado.