La presidencia de la Cámara Baja del Congreso estadounidense se ha definido en una sola votación desde hace cien años. En 1923, la decisión requirió nueve rondas. Ese número quedó ampliamente superado en esta oportunidad merced a una veintena de legisladores de derecha tan radical que desoyó el llamado del expresidente Donald Trump a votar por Kevin McCarthy, distante de la moderación política pero de todas formas inaceptable para los extremistas.
Los 20 rebeldes deben su influencia a la escasa mayoría de su partido en la Cámara. Hay 222 republicanos y 212 demócratas. Sin el apoyo del ala más radical, la necesaria mayoría de 218 se tornó elusiva para el líder republicano, casi siempre superado por su contraparte demócrata, Hakeem Jeffries, receptor de los 212 votos de sus correligionarios.
A cambio de sus votos, los rebeldes ganaron desmedida influencia en el ejercicio legislativo. Nombrarán una tercera parte del comité de regulaciones, cuyos integrantes deciden cuáles proyectos son sometidos a votación y tendrán derecho a enmendar minuciosamente los presupuestos. Sobre todo, podrán exigir, con un solo proponente, una votación para destituir al presidente de la Cámara.
La fragmentación política entregó esos poderes a menos del 5 % de los integrantes de la Cámara Baja y, una vez más, favoreció al radicalismo. El fenómeno se viene repitiendo en todo el mundo desde la irrupción de la nueva ola de populismo impulsada por las redes sociales.
En Perú, los votantes se vieron forzados a elegir entre la cuestionada Keiko Fujimori y el marxista Pedro Castillo. Llegaron a la segunda ronda con el 18,9 % y el 13,4 %, respectivamente. Otros 16 candidatos se repartieron el resto de la votación y el país quedó en manos de un radicalismo carente de la menor oportunidad de gobernar.
En Israel, Benjamin Netanyahu no podría haber formado gobierno sin conceder gran influencia a partidos ultraortodoxos y de extrema derecha. Son minoría aunque se les considere en conjunto, pero manejarán instituciones de capital importancia, desde donde podrían alienar a grandes sectores de la población, intensificar el conflicto con los palestinos y afectar la política exterior.
Los ejemplos abundan. En todo el mundo, la fragmentación causa disfunción o alejamiento de la convivencia democrática. No puede ser coincidencia. El fenómeno exige estudio y, posiblemente, ajuste del diseño institucional antes de que sea devorado por la barbarie.
Armando González es editor general del Grupo Nación y director de La Nación.