Es necesario tomar conciencia de que es impostergable poner orden en el empleo público, pues existen diferentes regímenes y descarado abuso en el pago de pluses.
Solo si vemos el Estado como un conjunto, que debe estar dirigido en forma integral, será posible eliminar duplicidad de funciones y los costos crecientes que asfixian la productividad y competitividad.
Los distintos gobiernos crearon un gigantesco aparato estatal compuesto por 33 instituciones descentralizadas, 18 empresas públicas no financieras, 33 instituciones públicas financieras, 22 órganos desconcentrados, 82 gobiernos locales, 17 fideicomisos, 33 empresas semiprivadas (ESPH, Jasec, etc.) y 10 entidades municipales, por ejemplo el IFAM y la Unión Nacional de Gobiernos Locales.
Todas estas instituciones al final son como pequeños feudos o islas, y cada una fija sus metas sin rectoría alguna en asuntos como contratación de recursos humanos, inversión, endeudamiento, compras y otros manejos de recursos públicos.
La visión estratégica y las prioridades están desarticuladas, han construido diferentes subsistemas de planificación y competencias que generan gastos crecientes e ineficiencia en perjuicio del ciudadano.
Maraña. Lo preocupante de tal maraña institucional es, particularmente, las decenas de regímenes de empleo vigentes en el sector público. Así, hay empleados sujetos a las directrices del Servicio Civil, Hacienda, Poder Judicial, Asamblea Legislativa, Tribunal Supremo de Elecciones, Salud, empresas públicas, municipalidades y decenas adicionales amparadas a convenciones colectivas, leyes, decretos, laudos, reglamentos internos y todo el mosaico de leyes que de forma creativa fueron aprobándose por presiones políticas del momento.
Durante muchas décadas se fue desarrollando un aparato estatal que no tiene límites y nadie mide su productividad. La atomización y la ineficiencia son la tónica. Cada institución defiende su estatus y no le preocupa lo que le suceda al país como un todo.
La creencia es que papá Estado las protegerá. La inamovilidad es inconcebible. Cuando se decide reestructurar una institución, dos años después no ha pasado nada. Se construyen carreteras sin tener claros los costos de mantenimiento y las mismas prácticas desastrosas se repiten una y otra y otra vez.
Las diferencias. La planilla del sector privado se redujo en 40.000 trabajadores a causa de la pandemia. Eso significa que el ajuste de la crisis lo asumieron las empresas particulares. Por el contrario, la del sector público creció en 3.000 plazas y los salarios promedio aumentaron un 13 %. En el Gobierno Central se redujeron las plazas, pero el monto de las remuneraciones se mantienen igual. En otras palabras, el dinero se distribuyó.
Las 82 municipalidades poseen un presupuesto de ¢5,9 billones (un 1,5 % del PIB) y las remuneraciones pasaron de ¢1,8 billones en el 2017 a ¢2,3 billones en el 2021; un aumento del 25 %.
En el ICE, con un presupuesto de ¢2,1 billones (un 5,9 % del PIB) en el 2021, se pagará en salarios ¢349.000 millones, que equivalen al 16,5 % del plan de gastos.
Los bancos nacionales y sus subsidiarias, con un presupuesto de ¢1,1 billones (el 3,3 % del PIB), aumentaron la planilla de ¢226.900 millones en el 2017 a ¢245.000 millones en el 2021; un incremento del 8,4 %.
Las universidades estatales y el Consejo Nacional de Rectores (Conare) tienen un presupuesto de ¢614.000 millones (un 1,7 % del PIB), y para ambos las remuneraciones se acrecentaron de ¢343.000 millones en el 2017 a ¢394.000 millones en el 2021, esto es, un 15,2 %.
El Instituto Nacional de Aprendizaje (INA) tiene para el 2021 ¢125,000 millones (un 0,4 % del PIB), y ahí el pago de salarios pasó de ¢52.950 millones en el 2017 a ¢59.000 millones en el 2021.
En la Caja Costarricense de Seguro Social (CCSS), el costo de la planilla subió de ¢1,2 billones en el 2017 a ¢1,5 billones en el 2021, es decir, un crecimiento de ¢320.000 millones, que equivalen a un 25 % más.
Salarios. El crecimiento de las planillas de forma desorbitante es insostenible. Unos 32.000 funcionarios ganan ¢2 millones y el 10 % de los empleados estatales consumen una tercera parte del gasto público, y, como mínimo, 100 funcionarios reciben salarios entre ¢10 millones y ¢18 millones.
Las vacaciones, en la mayoría de las instituciones, superan los 12 días y se les reconocen 200 pluses. Durante muchos años, las instituciones concedían hasta 20 años de cesantía, luego la Sala Constitucional puso un tope de 12 años, que sigue siendo excesivo si se compara con el sector privado, en el cual este pago no sobrepasa los 8 años.
Varias instituciones pagan el 100 % de las incapacidades, un camionero gana ¢3,7 millones; un mensajero, ¢1,5 millones; un chofer, ¢1,5 millones; un oficial de seguridad, ¢2 millones; una secretaria, ¢1,9 millones; y así miles de salarios imposibles de sostener por culpa de las famosas convenciones colectivas, que son la razón de la insostenibilidad financiera del Estado.
La CCSS es la institución que paga, en promedio, los salarios más altos. Ahí, laboran los 13.500 trabajadores mejor pagados; le sigue el Poder Judicial, con 4.000 trabajadores que se dan buenos «gustitos»; y luego la UCR, el ICE y el MEP. En el Banco Central, 100 empleados superan los ¢2 millones mensuales.
En el 2007 las remuneraciones del sector público representaban el 5,2 % del PIB y en el 2019 ya alcanzaban el 6,9 %. Las instituciones autónomas, las universidades y los bancos públicos emplean a 8.000 personas, menos que el Poder Ejecutivo, pero gastan ¢35.000 millones más en salarios.
Todos. Por todo lo anterior, el salario global es imperativo. Abrir nuevos portillos mediante excepciones sería un grave error y llevaría al país a una situación crítica e injusta.
Las empresas o instituciones en competencia pueden tener salarios distintos, pero con racionalidad, bajo el concepto de salario global y no a través de pluses.
Para los trabajadores cuyos salarios son inferiores a los establecidos debe incorporarse un transitorio en la ley para que sus remuneraciones se ajusten anualmente hasta llegar a los valores fijados para sus puestos. En todo caso, estos representan apenas el 7,7 % de los trabajadores estatales.
Los desajustes deben quedar en el pasado, porque conducen aceleradamente a déficits que hoy se solventan mediante aumento en tarifas, endeudamiento, ineficiencia, desigualdad y pérdida de productividad.
El autor es ingeniero.