Avanzado el siglo XIX, la fe en la ciencia, de la mano de las corrientes filosóficas positivistas, abría la perspectiva de un progreso ilimitado, con soluciones perfectas a los problemas de la humanidad y su entorno. Estaban por venir las sombras de dos guerras mundiales y la aplicación de la tecnología al exterminio de millones de seres humanos, fuera en los campos de batalla, las cámaras de gas o las calles de Hiroshima.
La tecnología se antojaba amenazante y buena parte de la ciencia ficción hizo de lado las maravillosas premoniciones de Julio Verne para imaginar mundos sombríos, dominados por la máquina, al estilo de Metrópolis, la escalofriante película de Fritz Lang, filmada en 1927 cuando Alemania tenía frescas las calamidades de la Gran Guerra y sus aparatos infernales, atisbo de los que vendrían en encarnaciones exponencialmente peores.
Con el paso del tiempo, a la ciencia ficción y la experiencia histórica se les unió la ciencia para instalar en el pensamiento colectivo un sentimiento de alienación y fatalismo. La hecatombe nuclear, pendiente a lo largo de la Guerra Fría, tuvo que ceder espacio en el inventario de las preocupaciones humanas a las crecientes amenazas ambientales enraizadas, también, en la tecnología.
En 1962, la Primavera silenciosa de Rachel Carson advirtió los peligros de los insecticidas sintéticos y despertó el movimiento ambientalista, cuyos diagnósticos conducen a un bien fundado pesimismo hoy que la evidencia del calentamiento global y sus consecuencias goza de aceptación generalizada en la comunidad científica internacional.
Pero los acontecimientos de la segunda década del siglo XXI podrían hacernos recuperar, con un tanto menos de ingenuidad, el balsámico optimismo del positivista finisecular.
La tecnología, villana de una rica vertiente de la ciencia ficción y, después, de la ciencia misma, se ofrece ahora como tabla de salvación.
Un mundo sin contaminación atmosférica, de ciudades ordenadas, silenciosas y descongestionadas es cada vez menos un ejercicio de la imaginación y cada vez más una anticipación realista del futuro. Las tecnologías fundamentales para lograrlo ya existen y están en vertiginoso proceso de mejoría.
El hambre mundial disminuyó una cuarta parte en 25 años. El sol se anuncia como fuente generosa y limpia de energía y la inteligencia artificial, lejos de los presagios de Metrópolis, promete extender la vida y hacerla mucho más fácil. Solo habrá que vivir para contarlo.