El miedo es anticipatorio. Por eso, a pesar de basarse por lo general en hechos reales tiene también una dimensión fantástica. De ahí que, frente a un peligro real, sea crucial no dejarse paralizar por lo imaginario, sino estar en condiciones de encarar el riesgo concreto y remontarlo.
El mayor miedo de la población encuestada recientemente por el CIEP de la UCR —1.000 mujeres y hombres estadísticamente representativos de la distribución demográfica y geográfica nacional— es “a perder el país” (84 puntos de 100).
Esa parece ser, además, la frase que mejor engloba al resto de los miedos: a que el narcotráfico controle el barrio (82), a no tener pensión (80), a sufrir un asalto (78), a sufrir una agresión física o sexual (78), a enfermar y no poder recibir atención médica (76) y a sufrir bullying o matonismo (75), entre otros.
Por supuesto que estas anticipaciones pesimistas, como bien explica el informe de la encuesta, son distintas para las diferentes poblaciones según sus características de sexo, edad y lugar de residencia. Por ejemplo, territorialmente, en San José, Alajuela y Limón, el acento está en perder el país; en Cartago, a ser víctima de asalto; en Heredia y Puntarenas, al narcotráfico; y en Guanacaste, a que no haya un mejor futuro para sus hijos e hijas.
Sin embargo, las diferencias de acento son pequeñas y expresan la previsión de no poder vivir una vida buena y segura, en la que sea posible desarrollar la propia personalidad.
De este modo, además de la desigualdad y la pobreza, que como sociedad solemos cuantificar todos los años, “perder el país” aludiría a la exclusión, que es más difícil de “medir” que las otras dimensiones relacionadas con no vivir en condiciones esperadas.
En la medida que no se pueda perder lo que no se tiene, que el principal miedo de la población entrevistada sea a una eventual pérdida, remite a la vez a una esperanza: aunque sea en el plano del mito, del recuerdo o del deseo, hay un país que se cree tener, pero, más importante todavía, que no se quiere perder.
La gente puede estar enojada, resentida, cansada de engaños, de promesas incumplidas y preocupada, pero no se ha vuelto cínica y tampoco pierde la esperanza. Piensa que vale la pena preservar el país, aunque su actual presidente no lo conozca bien ni haya vivido en él durante los últimos 30 años, como el resto de la población, sino en la cierta volatilidad y holgura de quienes laboran en organismos internacionales.
Si le pidiéramos a un dispositivo de inteligencia artificial lenguajero, como el famoso ChatGPT, que nos dijera cuál es ese país que no quiere ser perdido, lo más seguro es que tipearía: el más feliz del mundo, donde no existe ejército, sino una democracia bicentenaria y la buena vida está asegurada desde la cuna hasta la tumba gracias a su maravilloso Estado social, que garantiza salud y pensiones, y donde la movilidad social ascendente es posible gracias a la educación gratuita a todos sus ciudadanos desde la preescolaridad hasta la universidad. La “pura vida”, etc.
Sin embargo, sabríamos que eso no es del todo verdad, ni lo es siempre ni para todas las personas. Pero que sí lo es en mayor o menor grado, a veces, y dependiendo de lo que estemos hablando, pero que, en todo caso, ese es el ideal que no queremos perder.
Educación
Mientras escribía (yo, no ChatGPT), la radio me trajo la voz de un padre de familia enojado porque, si bien a costa de gran sacrificio de su familia, su hija había ganado el examen de ingreso a una universidad pública, por muy poco no logró el puntaje para matricular en alguna de las dos carreras que más le interesan.
“¿Y ahora qué?”, preguntó el hombre a quien quisiera escucharlo. De seguido, reclamó que, no obstante destinarse a la educación pública un muy elevado porcentaje anual del producto interno bruto y de entregárseles periódicamente el FEES a las universidades, no hubiera suficiente acceso a la educación técnica ni a la universitaria para costarricenses como su hija.
Mientras seguía escribiendo, también llegó la noticia de que el Ministerio de Educación Pública registró 152 denuncias de violencia y bullying en las aulas durante el primer trimestre del año.
Lo anterior se sumó al dato del INEC —recuperado por la “prensa canalla” a raíz del secuestro de la pequeña Keibril y de la puesta en evidencia de la violación de su madre adolescente— de que 1.165 niñas menores de 15 años fueron violadas y embarazadas en los últimos cinco años.
Los miedos de la población muestran que se está jugando el cuerpo desde la infancia hasta la adultez frente a la creciente violencia, al punto que teme “perder el país”, pero el presidente vocifera que no hay una crisis de seguridad ciudadana, sino que esto también es un invento de la “prensa canalla”.
Clases de matonismo
Y, aunque sufrir bullying o matonismo es uno de los principales miedos de la población, cada miércoles continúa dando clases de bullying al más alto nivel y por televisión nacional contra esa prensa que, en vez de halagarlo, hace su trabajo crítico como es de esperarse.
El gusto presidencial por la demolición ha sido expresado en varias ocasiones: se ve a sí mismo como un tsunami que arrasará con el país para reconstruirlo de cero, típico de las arengas del fascismo del pasado y del nuevo, a sus “masas”.
También está dispuesto a dinamitar los puentes con los partidos políticos y con los otros poderes democráticos, si estos estorban a su dictado: no se despide, no da la mano, como haría una infancia berrinchuda.
Interesantemente, sin embargo, según la encuesta antes citada, quienes no quieren perder el país van reduciendo su simpatía hacia el presidente, mientras que mejoran la valoración que dan a los demás poderes, e inclusive la de los partidos políticos.
Porque una cosa es estar enojado y tener claro que hay mucho que cambiar y corregir en el país, pero otra muy distinta es querer perderlo.
La autora es doctora en Estudios Sociales y Culturales, socióloga y comunicadora. Twitter @MafloEs.