En casi todos los países democráticos hay acuerdo casi universal entre las ciudadanías en que los representantes políticos (presidentes, diputadas, líderes políticos) no los representan bien. Que solo andan pensando en ellos y su grupito, que les importa un pito la gente, que se sirven con cuchara grande, que les falta inteligencia, honradez y un sinfín de virtudes cívicas. O sea, no queda títere con cabeza.
Para decirlo en cuti: que experimentamos una crisis de representación ciudadana y, como consecuencia, las democracias no funcionan, se han vuelto un juego entre élites y prohíjan desigualdades cada vez más grandes. Muy bien, nada que agregar, excepto por una cosita, que se queda medio perdida en este duro enjuiciamiento: ¿Y qué rayos quieren los representados, esos ilustres ciudadanos tan críticos como desilusionados?
Cuando planteamos esta pregunta, rápidamente entramos en arenas movedizas. Si las personas se sienten parte de una mayoría, quieren que sus representantes atiendan sus demandas, pero si son parte de la minoría, quieren que los suyos pongan un freno a lo que la mayoría demanda, no vaya a ser que salgan rascando. Unos quieren cambio para aquí; otros, cambio para allá; y aquellos, que las cosas sigan como están.
A cada instante, pues, hay un mar de señales contradictorias y confusas que marean al más pintado. Eso de que “la ciudadanía quiere o demanda” tal o cual cosa es usualmente una narrativa que enmascara tensiones subyacentes. Y, aun cuando se pueda decir, por ejemplo, que el principal problema que la gente cree necesario resolver es la seguridad ciudadana, de inmediato aflorarán importantes desacuerdos sobre los medios para resolver el problema.
Si los representantes no sirven y los representados no saben lo que quieren, alguien podría concluir que, por definición, la democracia representativa es una torre de Babel, un sinsentido. Pues sí, la democracia es inevitablemente desordenada y hasta gritona. Pero la vida es así, constantes idas y venidas. Lo importante es que esas tensiones entre representantes y representados no lesionen las libertades y derechos y el régimen del debido proceso, que son los que impiden que los desencuentros se desborden y son los que abren la oportunidad para, a pesar de todo, construir entendimientos.
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El autor es sociólogo, director del Programa Estado de la Nación.