Pascal formuló el dilema, con su ejemplar lucidez, en sus Pensées: la justicia es una noción abstracta. La fuerza, por el contrario, es un hecho tangible, constatable, cuantificable. Los hombres tendrían que haberle dado a la justicia la fuerza, el músculo, para que esta pudiese ejercerse.
Pero dada la naturaleza problemática y elusiva de la justicia, optaron por la operación inversa: declararon justo todo aquello que era fuerte. Así pues, cuando algún grandulón político decide intervenir unilateralmente en un conflicto bélico, se presume que la decisión fue correcta porque, por supuesto, el “músculo” —económico, bélico, político— no podría equivocarse: ¡De lo contrario no sería fuerte!
Es la falacia conocida como petitio principii (petición de principio): la proposición que debe ser probada es asumida como premisa. Si el gigante golpeó (premisa) ha de ser que lo hizo con justicia, lucidez y pleno derecho (la propuesta).
Y es también el argumento ad baculum: asumir que algo es verdadero porque así lo ha decretado el poderoso. En otras palabras: la fuerza hace el derecho. Son paralogismos, sofismas, pseudorrazonamientos.
André Comte-Sponville dijo alguna vez que nada le había hecho tanto mal al mundo como la falsa lógica. Y, en efecto, la guerra pretende tener una lógica, ¡pero es la más falsa que jamás existiera! Su lugar común más socorrido: Igitur qui desiderat pacem, praeparet bellum (“quien quiera la paz, debe prepararse para la guerra”), atribuido a Flavio Vegecio, descriptor y apologista del Ejército del Imperio romano del siglo IV.
Su apotegma se convirtió en divisa guerrera durante la Edad Media y el Renacimiento… Y es así como una ocurrencia efectista, ¡pero no efectiva!, desató la locura colectiva durante un milenio. La historia del mundo está llena de estas frases, en apariencia inocuas, que, al caer en manos de ciertos megalómanos, o al ser acogidas acríticamente por las multitudes ciegas y enfurecidas —la oclocracia— pueden generar marejadas de sangre.
Fuerzas antagónicas. La “lógica” de la guerra es ilógica: he ahí todo lo que podemos decir, aun cuando la aporía pueda resultar chirriante para ciertos oídos.
Heráclito —tal cual lo recopila Mullach— propone que la vida misma se autoproduciría mediante la lucha de fuerzas antagónicas, eso que diversos biólogos modernos llamarían el principio de la repulsión universal. ¿Ejemplos? La fagocitosis en el organismo humano o la lucha por la supervivencia y la victoria del más apto, en la cosmovisión darwinista.
Bellum omnium parens est omnium que rex y ex discordia nasci omnia —nos dice Heráclito—. La pugna perpetua, el mutuo destrenzarse de los tigres y leones de Delacroix sería, así pues, una “ley universal”. Como paradigma biológico, la observación es sin duda exacta, ¡pero de nuevo: urge recordar que el ser humano no es un fagocito o un felino, y que su especificidad como especie radica, justamente, en haberse separado del mundo natural, del puro biologismo, para crear eso que llamamos historia y cultura!
La locura, la psicosis colectiva, la codicia, la voluntad hegemónica suelen disfrazarse con este tipo de extrapolaciones (una premisa biológica erigida en principio universal, en fundamento de la sociedad y músculo de la historia). Discursos de una “coherencia” aparentemente inmaculada, “postulados”, “axiomas”, “teoremas”… un inmenso edificio conceptual construido con falsedades.
Un solo hecho —factual, innegable— basta para traerse abajo estas falaces catedrales hechas de viento y eslóganes: como bien dice Óscar Arias, cuando un niño llora, atenazado por el hambre, sus padres no pueden alimentarlo con un revólver. Tal es l’état de la question (Sartre), y todo el resto es mera especulación.
El jus ad bellum debería ser la última de las opciones, esa a la que solo se llega de manera multilateral y estrictamente vigilada, contenida y normada. Si el ser humano no se vigila a sí mismo, si no comienza por domeñar su propio licántropo, poco es lo que tiene que temer de todas las pandemias imaginables: ¡Él hará su trabajo de exterminio de manera infinitamente más eficaz!
Un mundo en el que hay 20 soldados por cada médico es un mundo que corre vertiginosamente hacia su propia pérdida. A guisa de párrafo final —de gran acorde conclusivo— para La condición humana, André Malraux nos propone una reflexión que ha sido con frecuencia citada, y que no reproduzco literalmente por su excesiva extensión.
Lo que el inmenso novelista, ensayista, ministro de cultura de De Gaulle, y conocedor profundo de la guerra, habiendo militado en diversos frentes, señala es la esencial inconmensurabilidad entre el acto de construcción y el de destrucción. ¡Una vida representa tal proceso de lenta coagulación biológica, histórica, social!
La muerte en un segundo. Como edificar una catedral que, a modo de palimpsesto, llevará la impronta, la traza acumulativa y superpuesta de muchos estilos arquitectónicos, que representa la macronarrativa de todo un pueblo, que tomó forma mediante la gestión transgeneracional de miles de hombres. Y luego, destruirla puede ser cuestión de un nanosegundo. Sí: claro que demoler será siempre más fácil que erigir.
Y cuando se trata de vidas humanas, a diferencia de las catedrales, no hay posibilidad alguna de reconstrucción. Previendo la destrucción de Rouen, las autoridades locales decidieron desensamblar los preciosos vitrales —la parte más vulnerable del templo—, conservar el plan de la disposición de sus incontables piecitas y restituirlas luego de los bombardeos que, en efecto, lesionaron considerablemente la estructura. Cuando el Armagedón se aplacó, los vitrales fueron reintegrados exactamente tal cual habían sido diseñados en el siglo XIII. ¡Pero no hay vitralistas para los seres humanos y nuestras vidas acaso sean más frágiles que el cristal!
En su Contrato social, Rousseau describe la forma como el ser humano renuncia a algunos de sus derechos naturales para conquistar sus derechos civiles. Darle un puñetazo en la cara a mi vecino, si este me insulta, es, ciertamente, un derecho natural: estoy capacitado para ello; tengo músculos, brazo, puño y las masivas secreciones de adrenalina que su agravio inducirán en mí me llevarán a asestarle un certero golpe que posiblemente lo deje sentado en el borde de la acera, con fractura del tabique nasal o, por lo menos, un ojo amoratado.
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Igual podría robarle sus bienes o incendiar su casa. Tengo esa libertad natural, esa facultad, esa capacidad: de eso no hay duda. Todos la tenemos. Pero el principio operativo del Contrato social es que cada uno de nosotros va a renunciar a esa libertad, va a sacrificar esa facultad, para ganar la libertad civil, esa que nos protegerá de ser víctimas de análogo tratamiento. Lo que perdemos en libertad natural, lo ganamos en libertad civil. Y esto, por una voluntad democrática: el pueblo lo ha elegido así.
El pueblo elige sus leyes y luego se pliega a ellas. Habiendo designado, eso sí, poderes encargados de vigilarlas y hacer que se ejecuten. Y el pueblo, que quiere la felicidad y no tiene ningún interés en ser enviado a morir sobre los campos de batalla, elegirá la paz, y hará de ella una ley. Es mi esperanza, es mi fe, es mi pronóstico y es también el más ardiente de mis deseos.
El autor es pianista y escritor.