Comienzan los preparativos, las llamadas, las invitaciones. Imagino al grupo organizador de la fiesta, que más o menos sabemos quiénes son porque siempre están dispuestos a ayudar. Como es costumbre, la gran mayoría no hacemos nada, salvo pagar cuando debemos.
Éramos como 120 en 1982, tres grupos llenos de gente. Prácticamente toda nuestra vida en el K’la fue estar con los mismos compañeros, había pocos cambios. ¡Hasta hoy podemos repetir la lista de memoria!
¿Qué es lo que celebramos? La alegría de estar vivos, como cuando éramos adolescentes, y la hermosa sensación de reconocer nuestra cercanía, aunque nos alejamos mucho. Celebrar juntos este tiempo es como repetirnos que siempre vamos a carecer de algo que tenemos que procurar, aunque no siempre sea alcanzable individualmente.
Para eso están los compañeros: ellos nos dicen que a pesar de todo siguen allí, testigos unos de otros, de lo que podemos hacer y vivir. Nunca dejamos de admirarnos porque nos conocemos bien y sentimos en carne propia lo que el otro experimenta.
Con todo, me parece que haber salido del Calasanz nos dejó marcados a todos. Aquel santo José, fundador de las escuelas pías, nos sigue hablando. Su vida tan singular no deja de perturbar nuestro deseo de dejar una huella significativa en el mundo.
Los padres que nos introdujeron en su carisma están tan presentes en nuestra memoria que es imposible hacerlos a un lado. Me río al recordar al padre Ibiza cuando tenía que poner orden, su voz y sus gestos eran rudos y directos.
Pero no podíamos dejar de sentir una enorme confianza y cariño por él. O de las rabietas del hermano Enrique, que nos asustaban, pero que era manso cuando de tener compasión se trataba; o el padre Mariano, con su infinita paciencia para soportar nuestra arrogancia en las clases de Psicología cuando se gritaba su apodo, que él fingía no conocer.
Años de inocencia
Los episodios se suceden en la mente, como cuando doña Olga, la profesora de Español, me encontró dando clases en el ITAC, el instituto de teología que teníamos los religiosos y que hasta hoy funciona en el K’la.
Solo por el hecho de que había sido mi profesora, la autoricé a interrumpir mi clase y decir a mis alumnos que nunca se había encontrado con una letra tan desastrosa como la mía. Me acuerdo del terror que le teníamos a Marín, el profe de Ciencias, con su exigencia en la aplicación del método científico. Sus clases eran lindas, sobre todo cuando cantaba “El moro tumbo sale de la tumba… vomitando sangre...”, canción asquerosa, pero que viniendo de él era fantástica.
Las profesoras de Francés, que intentaban hacer que torciéramos la lengua correctamente para pronunciar la lengua de Victor Hugo, o los docentes de Inglés que intentaban hacer lo mejor, hasta con canciones de moda.
Yo odiaba las clases de laboratorio de lenguas, los audífonos perforaban el oído, pero era lo último de la tecnología, así como las películas en super-8. Una vez nos llevaron a la casa de los padres para ver una película, no me acuerdo cuál era, lo importante es que estábamos en el lugar más misterioso y ¡con un VHS!
Atravesamos la puerta donde los padres desaparecían entre el chasquido de sus llaves. Solo una vez entré al comedor, todos estaban ahí, comiendo. Nadie se preocupó de que yo entrara, pero no sé por qué tenía la sensación que tenía que ir a confesarme… ¡Estúpidos años de inocencia!
Aprendizaje y aventuras
En el taller de artes industriales, con el “don”, el profesor que tuvo la mala idea de autoproclamarse así en la primera clase, nos enseñaba los rudimentos de todo. Soldamos maceteros con forma de patos; construimos sistemas eléctricos, con los consiguientes jalonazos; serruchamos, todo torcido; clavamos, con moretes incluidos; y hasta fuimos un trimestre, seguramente por inspiración de una feminista con influencia, a clases de Educación para el Hogar. Nos enseñaron a poner botones y a coser algo, a cocinar alguna cosa. Tengo que decir que los varones no fuimos particularmente exitosos en eso.
¡Hasta Guimaraes fue nuestro profesor de baloncesto! En fútbol, estaba Bolívar y en vóley, el Chino. ¿Cómo olvidarse de la profe Julieta, que nos acompañó maternalmente tantos años desde las canchas?
Las clases especiales eran de verdad eso, con doña Moraima en Artes durante la primaria, que nos ponía a hacer de todo para la exposición anual. Conocimos la genialidad artística del hermano Severino, que de tres garabatos nuestros hacía una obra de arte.
Fracasar también era parte de aprender, los errores no desalentaban y, mucho menos, nuestros padres nos acuerpaban si hacíamos algo indebido. Así nos enseñaron a ser resilientes. El bullying estaba presente a todas horas de parte de los compañeros: ¡Hasta la saciedad!
Décimo y undécimo fueron los mejores tiempos para mí. Con el aumento de mi estatura, algo se conectó mejor en mi cerebro. Ya no tenía tanto miedo de los otros. Hasta una vez eché a unos compañeros de mi casa porque no me dejaban estudiar. Y eso que eran de los rudos, pero también eran mis amigos.
Fue el tiempo en que aprendí en otra casa a no confiar en el juego de azar, especialmente en el 21. Pasé mucho tiempo en “tardes de estudio” en casa de los Fonseca, mucho tiempo con mi amigo de toda la vida, Hernando París, sobre todo, en aquel fatídico décimo año para él con el examen de Matemáticas. Obviamente, terminó de abogado, lo que hace muy bien. ¿Cuántas tardes o noches en la Sala Garbo con él para ver buen cine y después filosofar?
Chiquillos aún
Pasaba muchas horas en la biblioteca, ayudando en los recreos. Recuerdo con especial cariño a doña Rosario, nuestra bibliotecaria a la que debo tanto. Ella me ayudó a ser lo que soy. Pero también a David, el guatemalteco, que no salía de su asombro porque me hice franciscano, y a Delfina, que llegó muerta de miedo a enfrentarse con aquellas fieras. Ninguno de ellos me echó de la biblioteca, y pude seguir colaborando cuando doña Rosario no siguió con el trabajo, no me arrepiento, fue una época linda.
Comenzaban a tejerse sueños e ideales. Y no veíamos la hora en que ese colegio se terminara. Pero la verdad es que todavía no ha concluido. Seguimos siendo aquellos chiquillos aún con cosas importantes que resolver.
Me veo a mí mismo y veo a mis compañeros. Y sé que dentro de ellos existen muchas de las preguntas que yo me formulo. Tengan familia, se hayan divorciado, sea que tengan dificultad con los hijos o con Dios. Todos hicimos opciones, nos analizamos y seguimos viviendo, discerniendo y buscando a aquellos locos que nos devuelven la ilusión de que la juventud no termina, sino que continúa.
El colegio no nos deja, pero no nos atenaza. Nos recuerda que hay algo más, como nos enseñaba el padre Juan en las clases de Filosofía, donde nos provocaba, se emocionaba, se hacía cómplice de nuestra inteligencia en formación y se reía con nosotros.
Los del B éramos la clase más indisciplina, pero había humanidad; algo bruta, eso sí, pero ¿qué importa que el cuaderno con la tarea que te habían robado llegara volando a tu cabeza en algún momento del día? Todo esto me ayudó a entender que a veces la bondad del ser humano tarda en manifestarse.
Es extraño que uno como yo fuese amigo de los más terribles de mi clase. No me lo explico, pero prefiero no hacerlo. Eso me permitió entrar en su mundo y ellos en el mío. Solo me culpo de no haber compartido lo que encontré siendo religioso con ellos antes.
Padres, profesores, conserjes, personal de mantenimiento… todos ellos fueron y son parte de nuestra vida. Sin ellos no seríamos lo que somos cuarenta años después. Muchos nos han dejado, pero no quiere decir que no sean parte esencial de una historia que todavía se hace y se construye.
Llegará el día en que también nosotros partiremos, pero dejaremos a otros la hermosa tarea que es vivir. Recuerdo una canción de Armando Manzanero, que se cantaba en el Calasanz, a veces también en misa: “¡Pero qué bella que es la vida! Con todo y sus problemas. Yo la quiero. Si todo tiene un precio: ¡Yo lo pago, por vivir!”. Sí, vivir nunca es vano, es siempre oportunidad para trascender.
El autor es franciscano conventual.