Si algo caracteriza la vida urbana, es el ruido creciente, acrecentado en los últimos años por el poder de la tecnología sónica. El volumen que hace algún tiempo permitía escuchar amablemente en público la música o el discurso, se ve multiplicado en un alarde irrespetuoso que se dice popular.
La música de banda militar o colegial, la verbena, la fiesta patriótica o el lamento religioso de la Semana Santa, que apenas afectaban por pocas horas y solo unas cuantas cuadras alrededor del foco de reunión, de la procesión o del desfile, se extiende hoy como anillo nuclear de decibelios en los oídos indefensos de humanos y animales, pues hasta los perros, gatos y otras bestias sufren por tanto estruendo.
El silencio se aprende. Se ha vuelto señal de país desarrollado (o con pretensiones de serlo) el poner control sobre el ruido público y privado, pues no basta con estar en la casa propia con el sonido a todo volumen y argumentar que es un asunto personal. Para eso, hay audífonos, horarios o algo tan considerado como bajar el volumen para que los vecinos puedan dormir, leer, conversar o llevar a cabo sus actividades sin acompañamientos sonoros ajenos.
Lamentablemente, muchos no valoran estas restricciones y las consideran intrusivas, en buena medida porque para acotar el ruido hay que advertirlo y la sordera hacia él es una marca de los nuevos tiempos, tan domesticados nos estamos volviendo.
La sensibilidad al silencio, al sonido bajo o medio, es algo que se aprende, como el arte de apreciar colores, combinar prendas de vestir o seleccionar las plantas de un jardín. Estas y otras prácticas afines parecen estar de capa caída en nuestra sociedad ruidosa y multitudinaria, atrapada en una chabacanería que se considera, erróneamente, liberadora y de avanzada.
Exilio del silencio. Todavía en mi infancia y juventud, en San José, recuerdo zonas tranquilas y calladas, como el Parque Nacional, los barrios Otoya y Amón o los alrededores del Edificio Metálico o de la Corte. Al ajetreo de otras calles, sucedía la burbuja quieta de sus aceras. Los parques cumplían su función de descanso y solaz, como el parque España o incluso los parques central y de la Merced a ciertas horas. Ni que decir las zonas suburbiales como Tibás o Moravia, cuando todavía no habían sido atrapadas por la vorágine comercial moderna.
Por supuesto, la “ruidización” del medio no es un fenómeno costarricense, sino propio de la cultura de masas. En más de tres décadas de vivir en México, he visto similar proceso, tanto en el campo como en la ciudad. Los callados pueblos descritos por Juan Rulfo, y que yo mismo recorrí, con apenas algunos ladridos de vez en cuando, hoy se ven invadidos por el ruido de la barbarie tecnológica a ritmo de música grupera, norteña, rock, pop o reggaetón.
Las propias iglesias, temerosas de perder feligresía, desacralizan su espacio interno con estruendo profano, igual que antes lo hicieron con la luz. Los templos de antaño eran penumbrosos, más bien oscuros; de aquí el uso del vitral que, además de enseñar doctrina por la imagen, daba luz filtrada, color y misterio. Entrar en la penumbra silenciosa del templo era en verdad acercarse a lo sagrado, por la introducción a una atmósfera difusa. Entonces quitaron o disminuyeron los vitrales, dejaron que la luz del mundo invadiera el recinto y hoy hacen lo mismo con el ruido, expulsando al silencio de la casa de oración.
El silencio de los siglos. Hace poco debía dar una conferencia en el centro histórico de Ciudad de México. Previendo retrasos en el transporte, llegué a mi cita más temprano de la cuenta, en una mañana fría y oscura. Decidí esperar en la catedral metropolitana, todavía con poca gente, casi sin turistas, en un silencio sacro que iba más allá del mundo cristiano para descender al inframundo prehispánico. ¡Cuánta quietud en esta pirámide de templos, en esta ciudad que, en poco tiempo, estaría de nuevo enloquecida por sus ritmos urbanos de multitud!
No entro a las iglesias para rezar, sino a aquietar mi corazón y mi lengua. Mi religión es el silencio. Mi padre, que en términos religiosos era tibio, casi frío, me enseñó a visitar templos y estar ahí juntos y callados, eso sí, cuando no había actividades eclesiales. No le gustaban los curas ni las monjas. Quizás habíamos andado caminando por San José, y terminábamos entrando a su iglesia preferida, la del Carmen, que nunca ha sido especialmente bonita, pero sí vinculada a mi historia familiar, desde mi primera comunión hasta misas de difuntos. No había que hincarse ante el altar ni rezar padrenuestros, solo callar sentados en una banca, en una tibia espera sin meta.
En lo personal, me gustaba más una pequeña iglesia de madera ubicada en la cuesta de la Cervecería Traube, en la calle que va a Tibás, apenas a unas pocas cuadras de la iglesia del Carmen. Ya la tiraron, cuando ampliaron la calle, igual que la mansión victoriana situada después del puente sobre el río Torres, donde está hoy la parada de buses hacia Limón (todavía queda parte de la barda con sus rejas), seguía luego un lote vacío, el Movimiento Nacional de Juventudes en un terreno alto y después otra casa victoriana, más pequeña.
Seguía la pulpería El Dólar y luego un caserío de viviendas obreras. En una de ellas, vivió mi familia mientras se construía la nuestra en Tibás. Ahí, que había sido antes un centro espiritista, “asustaban” y hasta mi papá, que no creía en fantasmas, vio a uno de ellos al pie de la cama. Se molestaba mucho cuando recordaba esa experiencia, la cual no sabía explicar desde su escepticismo.
El caso es que la iglesia estaba dedicada a santa Teresa, quien desde entonces fue una santa que me gustó, sobre todo después de leer sus Moradas o el castillo interior y de ver la escultura de ella en éxtasis hecha por Bernini. Fui a buscar el original en Roma, en la iglesia de Santa María la Victoria. Contemplándola, no pude dejar de acordarme de aquella humilde ermita josefina ya ida, con su pequeño jardín enfrente. Era chiquita, acogedora, con algo de casa de muñecas sagradas, dicho esto con todo respeto.
El vuelo de san Miguel. Volviendo a México, hace años de madrugaba, para tomar clases en el Instituto Francés para América Latina a las 7:15 de la mañana, ya que vivía en el sur de la ciudad, debía tomar el metro, cruzar a pie la zona rosa, la avenida Reforma y recorrer unas cuantas cuadras de la colonia Cuauhtémoc. Pues bien, en la esquina de Reforma y Génova, descubrí la parroquia de Nuestra Señora del Sagrado Corazón, bella y callada; casi nadie la ve en su pasar ajetreado, y es una isla de silencio que alimenta el corazón atribulado por el ruido.
![](https://www.nacion.com/resizer/v2/3LH5DURE4ZH5LEXNQRAU4DJWOA.jpg?smart=true&auth=5571c7b301b62a86debba9aec312c6fe95647d889b2da398739bb962b70c2376&width=1032&height=581)
Cuando anduve tras los pasos de Eunice Odio para escribir una novela sobre ella, y habida cuenta de su devoción por san Miguel, visité dos iglesias dedicadas a él y visitadas por la poeta: la parroquia de San Miguel Arcángel, por el metro Pino Suárez, cuya construcción en el siglo XVII buscó evitar, según decían los frailes de entonces (infructuosamente, agrego yo), la entrada del demonio a la Nueva España (ya vivía allí), y que posee un hermoso retablo labrado en cantera de las ánimas del purgatorio, con una placa en la que se exhorta al peregrino que pase a rezar por ellas (yo ahí recé sin palabras por el ánima sola de Eunice, errante en esta ciudad); la otra iglesia visitada fue la de San Miguel Nonoalco, de prosapia indígena, que tanto gustó a la poeta, quien la describe con emoción en su correspondencia.
He hecho este breve recuento de lugares de silencio católicos que me gustan, no en tanto creyente, pues no lo soy, sino como amigo de la quietud, la que también anida en la montaña, en el desierto y, a veces, en mi corazón.
El autor es escritor.