AMÁN – El periódico Al-Araby Al-Jadeed, con sede en Londres, publicó hace poco una viñeta del artista jordano Emad Hajjaj donde se ve un hombre sin rostro con una kufiya (pañuelo palestino) blanca y roja y haciendo un movimiento de barrido con su túnica, como si estuviera ejecutando un truco de magia que hiciera flotar papeles a su alrededor. En la parte inferior del cuadro, la mano de otro hombre, vistiendo lo que parece ser una camisa blanca abotonada, levanta el brazo y suelta su bolígrafo para tratar de alcanzar otra cosa para salvarse. En el pie de foto se lee: “La desaparición del periodista saudita Jamal Khashoggi”.
La viñeta nombra a la víctima, pero no al perpetrador. Es cierto que todo árabe (de hecho, casi todos) sabe exactamente quién es responsable de la desaparición de Khashoggi: el príncipe de la corona Mohámed bin Salmán de Arabia Saudita. Pero el hecho de que un conocido caricaturista haya tenido que disfrazar al culpable dice mucho del miedo que sienten los periodistas independientes del mundo árabe. La desaparición de Khashoggi no ha hecho más que profundizar su ansiedad.
Los países árabes tienen un largo historial de premiar a los periodistas que siguen la línea oficial y castigar a aquellos que, como Khashoggi, se atreven a decir la verdad al poder. Desde las fallidas revoluciones de la Primavera Árabe –de las cuales Túnez es la única exitosa–, los ciudadanos de la región se han visto enfrentados a la difícil decisión de optar entre regímenes islamistas radicales y el régimen militar. Las iniciativas para presentar alternativas democráticas se han reprimido sistemáticamente.
Desacreditar, limitar o tratar de silenciar de otro modo a periodistas independientes es una herramienta clave de esta represión. Los gobiernos autócratas crean leyes y normas que los protegen a ellos y sus camarillas de las críticas o la exposición por parte de los medios independientes. Plantean que solo son legítimos los periodistas en su nómina, los que alaban a sus gobernantes y denigran a los opositores del régimen: todos los demás son enemigos del Estado.
Este comportamiento no se limita a las dictaduras. Incluso en los Estados Unidos, largamente admirado por la solidez de su prensa libre, protegida por la primera enmienda de la Constitución y su potente periodismo de investigación que una vez llevó a dimitir a un presidente, la administración del actual presidente, Donald Trump, ataca con regularidad a los periodistas independientes, etiquetándolos de traidores, agentes pagados y proveedores de “noticias falsas”.
Puede que Trump sencillamente esté intentando apaciguar a sus bases de derechas y evitar rendir cuentas por sus innumerables errores y fechorías. Pero sus ataques a la prensa estadounidense, junto con su silencio sobre ataques ocurridos en otras partes del mundo, ha ayudado mucho a envalentonar a los violadores de la libertad de prensa en todo el planeta.
No ayuda el hecho de que muchos de ellos, incluida Arabia Saudita, estén entre los más estrechos aliados de Estados Unidos. Trump ha seguido la disposición demasiado frecuente de EE. UU. de poner los contratos militares lucrativos por delante de los derechos humanos, diciendo que estará “muy desilusionado y enfadado” si se determinara que Arabia Saudita es responsable de la muerte de Khashoggi, al tiempo que descarta una interrupción de los grandes contratos militares.
Turquía, miembro de la OTAN, organización a la que también pertenece Estados Unidos, es el líder mundial en el encarcelamiento de periodistas, pero el gobierno de Trump solo se ha quejado de la detención de un pastor estadounidense (recientemente liberado) y eso fue únicamente para aplacar a su “derecha religiosa” (comenzando por el Vicepresidente Mike Pence). Las autoridades estadounidenses no han dicho nada sobre la detención en Egipto desde hace casi dos años del periodista de Al Jazeera Mahmoud Hussein.
Tampoco la administración Trump ha comentado sobre el hecho de que en marzo del 2017 los Emiratos Árabes Unidos sentenciaran al periodista jordano Tayseer al-Najjar a tres años de prisión y una multa de 500.000 dírhams (aproximadamente $136.000) por una publicación en Facebook. Ni siquiera países que no son aliados particularmente cercanos a EE.UU. (como Birmania, donde dos periodistas de Reuters han sido condenados a siete años de cárcel) han debido enfrentar sus reacciones.
El periodismo independiente tiene solo una meta: encontrar la verdad y difundirla. Cuando los gobiernos pueden reprimir a estos periodistas impunemente y cuando otros transan su supuesto compromiso con los derechos humanos básicos a cambio de metas políticas o partidistas, la verdad permanece oculta, con graves consecuencias.
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He conocido a Khashoggi por años, tanto en su calidad profesional como personal. Es un patriota saudita que no se opone al sistema de gobierno de su país. Sí, ha sido crítico de ciertas políticas, como la inhumana guerra en Yemen y cómo los gobernantes saudíes tratan el disenso, pero sus argumentos siempre se basaron en hechos. No es un disidente o rebelde, sino un monarquista que desea ver a su país mejor de lo que está. Y ahora puede que haya pagado el precio más alto de todos por ello.
Para los luchadores por la libertad del mundo árabe, el camino por delante es largo y está lleno de peligros. Partiendo de los sacrificios de los verdaderos héroes y demócratas genuinos, periodistas y dibujantes como Hajjaj seguirán diciéndole la verdad al poder en su lucha por derechos humanos básicos como la libertad de prensa. Sin embargo, es sumamente injusto que vayan a la batalla sin el apoyo de aquellos que dicen respaldarlos.
Daoud Kuttab fue profesor de la Cátedra Ferris de Periodismo en la Universidad de Princeton y jefe del comité de libertad de prensa en la junta del Instituto por la Libertad de Prensa. Sígalo en twitter.com/daoudkuttab. © Project Syndicate 1995–2018