Ante una derrota --estrecha, pero dura--, ante evidentes errores de cálculo y ante explicables --pero inexcusables-- excesos verbales, el primer ministro de Quebec, Jacques Parizeau, tomó el camino que en tales casos corresponde a un político digno en una democracia madura: renunciar.
Ese concepto que en inglés se resume en la palabra accountability, y que en español podríamos traducir como rendimiento de cuentas o responsabilidad hacia los ciudadanos, adquirió en este caso dimensiones ejemplares. El vencido, aunque rechazado en sus plantamientos secesionistas, puede ser admirado en su dignidad; también en su comprensión de que la vida democrática exige de sus protagonistas gubernamentales mucho más que de los ciudadanos.
Si el ejercicio libre del voto ha determinado que la provincia de Quebec siga integrada a una Canadá multicultural probadamente democrática, la renuncia de Parizeau es un homenaje a la razón de ser de esa democracia: algo más que un ejercicio institucional, para convertirse en una responsabilidad personal.
Compárese esta actitud con la de algunos funcionarios y políticos que, en nuestras latitudes, yerran, incumplen, irrespetan, trafican influencias y hasta delinquen, pero se mantienen en sus puestos con absoluta frescura, y se comprenderá fácilmente por qué aún estamos lejos de llegar a la verdadera madurez democrática.
Accountability o, mejor aún, dignidad. Cuando esta noción se convierta en centro de nuestra vida política podrá comenzar a revertirse el grave proceso de descreimiento que abate a los ciudadanos.
Necesitamos que el ejemplo Parizeau sea aquí un vigoroso efecto Parizeau, de limpieza, de transparencia y de respuesta pública. Por aquí debe pasar la verdadera reforma del Estado que es, también, una reforma de la política.