En bastantes ocasiones, la “transformación digital” trae consigo la desmaterialización de bienes y servicios en industrias enteras. La industria de la música es un buen ejemplo: antes comprábamos discos con 10 u 11 canciones, luego empezamos a comprar canciones sueltas en formato digital y hoy solo pagamos por el servicio de tener música cuándo y dónde la necesitemos.
La desmaterialización de bienes y servicios casi siempre implica una reducción del tiempo y costo de producirlos y entregarlos, una personalización de las preferencias de quienes consumen y un aumento de cobertura (hay más personas consumiéndolos).
De lo anterior podría fácilmente concluirse que, si los costos son menores y la experiencia es mejor, deberíamos apresurar la desmaterialización de todos los servicios y productos que se presten al cambio. Pero no todo es tan fácil.
Cuando se digitalizan servicios, se tiende a desmaterializar la infraestructura que se utilizaba antes para entregarlo. Un buen ejemplo son los servicios financieros. Durante los últimos años, y exacerbado por la pandemia, los países más bancarizados han venido cerrando sucursales y desinstalando cajeros automáticos.
En Australia, durante los últimos 6 años han cerrado cerca de 2.000 sucursales (un 37 % de las que había en el 2017). Cada vez hay más servicios digitales más accesibles desde la internet. Pero los ciudadanos de oro de regiones rurales, junto con el sindicato de empleados del sector financiero, están poniendo el grito en el cielo.
Experimento personal
Al igual que en todas partes, la edad del usuario desempeña un papel determinante en la brecha digital, como también la distancia de las zonas urbanas. Cuanto más vieja la persona y más lejos viva de la ciudad, mayor es la brecha digital, es decir, más difícil es vivir con productos y servicios digitales.
Al percatarme de que soy muy mal representante de mi generación en asuntos digitales, me di a la tarea (más por curiosidad que por otra cosa) de abrir una cuenta en un banco digital, un banco que no tiene ni una solo oficina, y mucho menos sucursales.
El proceso de enrolarse como cliente de un banco digital es bastante sencillo. Igual que las apps que emiten visas, utilizan el celular para escanear un documento como el pasaporte y compararlo con un selfi para determinar que uno es quien dice ser. Hasta ahí todo bien.
Los bancos digitales, con sus reducidos costos de infraestructura, son capaces de ofrecer servicios que siguen siendo caros y engorrosos en los bancos tradicionales, sobre todo los relacionados con el mercado de divisas extranjeras.
Es fácil abrir cuentas en varias monedas y cambiar entre ellas, sin comisión, y con un tipo de cambio muy favorable (la diferencia entre el tipo de compra y de venta es muy pequeña). Adicionalmente, me dieron una tarjeta de plástico, que me llegó tres días después por correo y quedó activada cuando la utilicé con mi pin.
Es fácil ver el beneficio que esto puede tener apara alguien (que no me incluye a mí) que viaja mucho y mantenga cuentas en varias monedas en diferentes lugares del planeta.
Pero la yegua siempre bota a Jenaro. Primero hay que transferir fondos a las diferentes cuentas, y estos fondos provienen de bancos tradicionales que utilizan Swift para transferencias internacionales, y encima cobran comisiones. Esto hace las transferencias pequeñas (como las mías probando el sistema) muy caras.
Segundo, otros métodos como Apple Pay funcionan bien, pero algunos bancos también cobran comisiones para mover dinero por ahí. Cuando uno de los métodos fracasa (porque el viejito digitó mal el código postal, por ejemplo), se elimina el método de las posibilidades.
Rápidamente, todo se puede tornar bastante confuso, lo cual obliga a buscar asistencia. Obviamente, no es posible hablar con un ser humano, el asistente es muy especializado y únicamente disponible en la app (mucho más segura que la web porque, además de reconocimiento facial, tiene reconocimiento de la huella digital).
La ayuda por medio de mensajes de texto en la app para alguien de la era anterior es bastante difícil. Yo ni siquiera puedo escribir con los pulgares, puedo utilizar la opción convertir voz en texto, pero la confusión de idiomas lo vuelve, otra vez, inmanejable.
Diversidad de clientes
La desmaterialización de las sucursales y oficinas bancarias, si bien puede ser una buena idea, parece reservada para las nuevas generaciones que utilizan el celular como una extensión de sus manos y trasfieren ideas del cerebro al celular, casi sin pasar por los dedos.
Desconozco cómo reacciona una persona joven a autenticarse cinco veces durante una sesión de asistencia, la cual puede durar horas porque el número de personas para auxiliar al cliente es pequeño para cada subespecialidad (“yo solo sé abrir cuentas”, “yo me especializo en trasferencias internacionales”, etc.), pero a mí me llevó a la desesperación.
He estado utilizando la tarjeta en diferentes situaciones, a veces desde el teléfono, y no he podido discernir el criterio que utilizan para, de vez en cuando, pedir el pin u otras formas de autenticación.
Una transferencia que hice desde una cuenta local a mi nombre duró varios días en acreditarse, mientras pedían más información. No tengo idea del porqué, más allá de una sana obsesión con la seguridad. La complicación con productos financieros de crédito debe ser mucho mayor (y rentable para el banco). Tal vez lo intente un día de estos.
Todos los bancos tradicionales tienen varios años (como 30) de estar digitalizando productos y procesos, promoviendo el autoservicio y, recientemente, cerrando sucursales y disminuyendo el número de cajeros automáticos.
La pandemia vino a presionar también la desmaterialización de las oficinas centrales y centros de asistencia. La desmaterialización ofrece ahorros considerables que pueden ir acompañados de una mejora en la calidad del servicio.
Desafortunadamente, dadas las diferencias en habilidad digital de los clientes, al reducirse el número de usuarios de una sucursal, estos se tornan menos rentables, ya que el costo de la agencia debe prorratearse entre menos usuarios y transacciones. Esto podría producir un aumento del costo para los clientes que prefieren acudir a las sucursales, o una desbancarización si se fijaran precios máximos por el servicio.
Los bancos 100 % digitales tienen pocos años en el mercado y están teniendo éxito relativo, en Brasil hay uno inscrito en la bolsa de Nueva York, que los analistas pronostican llegará a $1.000 millones de valor de mercado en los próximos dos o tres años.
No hay duda de que la transformación digital y la consecuente desmaterialización van a continuar. La clave es la experiencia del cliente, pero como los clientes somos todos diferentes, es muy difícil mejorar la experiencia a todos por igual. Solo espero que no terminemos como en el libro de Orwell, en que los animales unos eran más iguales que otros.
Roberto Sasso es ingeniero, presidente del Club de Investigación Tecnológica y organizador del TEDxPuraVida.