Para la celebración del Día Mundial de la Ciencia para la Paz y el Desarrollo, el 10 de noviembre, escribí un artículo donde mencioné las múltiples formas en que la ciencia y la tecnología colaboran en la consecución de los Objetivos de Desarrollo Sostenible 2030 (ODS 2030), aunque es probable que la fecha deba ser pospuesta, por casi obvias razones. Debo hacer hoy, sin ninguna duda, un mea culpa.
He de confesar que, de forma ingrata, injusta y muy estereotipada, me centré en las ciencias exactas, naturales y de la vida, y dejé de lado otras que, aunque a muchos nos haya costado aceptarlo —algunos son escépticos aún—, son ciencias también: las sociales, el arte, la filosofía, la literatura, las ecuménicas, la historia, en fin, las humanidades en un amplio sentido.
Todas ellas tienen un método, poseen un marco axiológico, una clara forma de tratar el objeto desde el sujeto, y viceversa. Sí, las olvidé por completo en mi argumentación. Perdón, pido a todas aquellas personas que se dedican a estas ciencias y que, sin lugar a duda, siguen aportando de forma sustancial a la paz y el desarrollo de los pueblos.
Es bien conocido que las ciencias exactas, naturales y de la vida, especialmente en su quehacer orientado al estudio de lo básico, en sí mismas, no son buenas ni malas. Es precisamente en su utilización, especialmente en la creación y aplicación tecnológica, que se toma el camino hacia un uso en beneficio o perjuicio de las personas.
Los ejemplos sobran, pero basta con uno sencillo: la energía nuclear. Desde el lejano 1896, cuando Henri Becquerel descubrió la radiactividad, hasta nuestros días, la energía nuclear es estudiada profundamente y sus aplicaciones beneficiosas son múltiples y cotidianas; sin embargo, el temor latente de una guerra nuclear siempre sigue. Mismos elementos, distintas formas de aplicarlos. ¿En qué radica la diferencia?
La célebre frase de José Figueres Ferrer —don Pepe—, quizás uno de los últimos estadistas de nuestro país, “para qué tractores sin violines”, en 1972, a razón de una entrega de instrumentos a la Orquesta Sinfónica Nacional, retrata una incuestionable realidad: ¿De qué sirven progreso y desarrollo sin arte ni cultura? Lo digo desde la singularidad de la persona hasta la generalidad de la sociedad. Cuando se observan los problemas sociales que afrontamos, a pesar de tanta tecnología al alcance de la mano, la pregunta que a muchos les salta es en qué hemos fallado como sociedad.
Soy un ‘clásico’
Soy de la vieja escuela, quizás. Soy de los que saludan a cuanta persona se topan. Doy los buenos días, el deseo de un buen día y un que Dios lo acompañe. Soy de los que, en lugar de salud, dicen “Jesús lo ayude”. Soy de los que llevan muy por dentro las humanidades, recibidas, en mi caso en forma muy empírica e intuitiva, de mis padres y hermanos; y, de manera formal, en la universidad.
De los que ven en nuestro mayor poeta nacional Jorge Debravo la esencia del ser humano y su relación con la naturaleza y lo que nos rodea: “Vengo a buscarte, hermano, porque traigo el poema, que es traer el mundo a las espaldas”. Me considero, pues, un practicante de las ciencias de la vida, pero con un profundo respeto, admiración y deseo de aprendizaje hacia eso que, en otros lares, llaman ciencias humanas.
Hoy, cuando las fuerzas del mercado nos dicen que nuestro sistema educativo debe estar por y para las STEM (ciencias, tecnología, ingenierías y matemáticas, por sus siglas en inglés) y que deberíamos ya denominarlas CTIM, según nuestro idioma, es cuando vemos mayores problemas sociales, en todos los ámbitos y estratos.
Tenemos la mayor esperanza de vida de nuestra historia, aunque levemente reducida por la pandemia, pero una calidad de vida muy cuestionable: ¿Para qué vivir más, si no vivimos bien? Tenemos en nuestras manos, casi todos, los más increíbles aparatos de comunicación jamás construidos, pero somos incapaces de comunicarnos con amigos, parejas, familiares o compañeros cuando nos reunimos. Nuestra atención está en la pequeña pantalla que es casi una extensión nuestra; una especie de cíborgs, autómatas sin autonomía.
Nuestras autoridades, y con resonancia buena parte de la sociedad, dicen que el dinero de la educación debe orientarse hacia las STEM, porque ahí está el futuro de la generación de la riqueza y es el secreto para salir de la pobreza y el subdesarrollo; incluso, en el Ejecutivo, hay evidentes esfuerzos por inmiscuirse, de forma inconstitucional, en lo que se debe enseñar, investigar y realizar en extensión y producción social en las universidades públicas.
El FEES
No dejo de pensar en el antiguo eterno candidato a la presidencia de la República que decía que mejor les dábamos la plata a los estudiantes para que escogieran la carrera que quisieran en la universidad de su gusto, en lugar de financiar las universidades públicas mediante el Fondo Especial para la Educación Superior (FEES).
Lo que nunca pensó el ilustre ciudadano, y como él muchos otros, es que en las universidades públicas es donde se realiza más del 90% de las ciencias exactas, naturales y de la vida, y casi el 100% de la investigación en ciencias humanas.
Llegado a este punto, no me queda la menor duda de que de nada vale tener un enorme desarrollo científico y tecnológico sin un balance con las ciencias humanas. ¿Qué sería de nuestra vida sin la filosofía, la literatura, la historia, el arte y las demás ciencias humanas? Les aseguro, sin ambages, que los ODS, sea en el 2030 o en el año que sea, jamás se alcanzarán sin el concurso profundo, sustancial y omnipresente de las ciencias humanas.
Quizás este tipo de olvidos fundamentales de lo que la esencia de la vida debe ser son los que meditaba y presentía el humilde poeta en las faldas del volcán Turrialba: “Estamos sin amor, hermano mío, y esto es como estar ciegos en mitad de la tierra”.
El autor es profesor de Epidemiología en la UNA desde hace 20 años. Ha publicado unos 140 artículos científicos en revistas especializadas.