He aquí, a continuación, algunos íconos de nuestra mitología patriótica que haríamos bien en revisar y modificar.
El himno nacional es machacón y carente de espíritu épico. Hay un concierto para dos clarinetes y orquesta de un olvidado compositor francés del siglo XIX llamado Xavier Solère, quien tocó en la banda sinfónica de Napoleón Bonaparte. Jamás llegaría al punto de afirmar que Manuel María Gutiérrez plagió la pieza en cuestión, pero sí sostendría, por decir lo menos, que se dejó influenciar ostensiblemente por ella.
Para colmo de males, nuestro compositor no tuvo siquiera la cortesía de hacer el himno breve. La marchilla en cuestión dura más de lo que su exiguo material melódico permite, y uno termina cantándolo sin entusiasmo ni fervor. Un himno nacional debe limitarse a unas pocas notas emblemáticas, de ser posible, enteramente originales.
Por su parte, la letra de José María Zeledón está llena de los lugares comunes de la retórica republicana de tiempos de Napoleón, anacrónica y completamente divorciada de la actual identidad –o mejor dicho, falta de ella– del costarricense. En cuestión de pocos años el “labriego sencillo” habrá dejado de existir, será como hablar de grifos, sirenas o unicornios.
A modo de circunstancia atenuante para el compositor, diré que el entonces presidente de la República Juan Rafael Mora le ordenó a Manuel María Gutiérrez componer el himno en 24 horas –de lo contrario iba para la cárcel– con el propósito de recibir a dos delegaciones –una británica y otra estadounidense– que visitaron Costa Rica el 11 de junio de 1856.
Se comprende que, bajo tal presión, haya quizás echado mano de la reminiscencia melódica de Solère para pergeñar a toda velocidad su himno.
Cubanísima. Por otra parte, nuestro “segundo himno” –la cansina Patriótica costarricense– concebida originalmente como una marcha militar, también por Manuel María Gutiérrez, utiliza letra de un poema del escritor cubano Pedro Santacilia: el texto se llama A Cuba, aunque a veces es cantado con el título Cuba linda: de ahí la evocación de la palma, árbol icónico de la isla en cuestión.
De toda suerte, la música peca por repetición ad nauseam del mismo motivo rítmico: es cosa que habría pasado inadvertida en su versión como marcha, pero se torna extremadamente fatigosa en la forma de vals criollo y lento en que degeneró. Sería muy saludable –y se verían ustedes sorprendidos al descubrir lo bien que funciona– si fuese ejecutada según la voluntad original del autor: como una vivaz marcha militar.
La he tocado muchas veces de esa manera, siempre con éxito. Haber transformado la marcha original en el tedioso y ensiropado vals lento que hoy conocemos es una falta de respeto flagrante para el compositor.
De nuevo: la pieza –hermosa, por lo demás– padece de un grave problema: su absoluta falta de variedad rítmica: es la misma fórmula reciclada cien veces, y esto la torna insufriblemente tediosa y “cuadrada”. Algún compositor o arreglista nacional debería aventurarse a restaurar la versión original de la pieza en tanto que marcha.
El fútbol también. Nuestra música para apoyar a la Selección Nacional de Fútbol pone en evidencia el analfabetismo musical del costarricense. Como todos sabemos, la letra de este magno himno se reduce a “oe, oe, oe, oe, ticos, ticos”.
Por supuesto que nadie esperaba una doble fuga a cinco voces en el estilo de Johann Sebastian Bach, pero quien propuso este sonsonete no tuvo conciencia de que la acentuación natural de la melodía no coincidía con la acentuación natural del texto.
Así que lo que se oye es, en realidad: “Oe, oe, oe, oe, ticós, ticós”. “Ticós” como una palabra aguda, con acento en la última sílaba, en lugar de lo que hubiera sido correcto: el acento musical sobre la sílaba “ti” de “ticos”: un vocablo grave.
El resultado es irritante. Tan absurdo y discordante como si cantáramos el himno nacional con este patrón de acentuación: “Noblé patriá tu hermosá banderá, exprésion de tu vidá nos da”.
Pero eso no parece ofender a nadie. Lástima porque con un poco de esfuerzo se pudo haber compuesto algo bello y realmente exaltante para nuestros jugadores de fútbol y para la fanaticada. ¿No lo merecen, acaso? Es así como seguiremos por siempre –porque nadie lo va a modificar– con un mal acentuado cántico para hacerle barra al equipo que tanto entusiasmo nos inspira.
Los himnos de los equipos brasileños y alemanes suelen ser de una inmensa calidad estética –en el primer caso, pasodobles; en el segundo, marchas diversas–.
Copia. Nuestra bandera, en un esfuerzo de imaginación supremo y sin duda extenuante de su diseñador, se limita a horizontalizar las franjas verticales del estandarte de Francia: los colores son los mismos. ¡Qué exigua capacidad para la elaboración simbólica e icónica! ¿No es concebible que algún artista profundamente conocedor de la idiosincrasia y la mitología patriótica costarricense la enriquezca con algún elemento suplementario?
En lo que atañe al escudo, es un dibujito primitivo, infantil, por poco un cartoon. También ahí podría proponerse algo de mayor dignidad. Los países evolucionan y con ellos sus símbolos.
Otra copia. La expresión “pura vida”, convertida en lema nacional, fue copiada al cómico mexicano José Antonio Hipólito Espino Mora, mejor conocido por su nombre artístico Clavillazo. El actor, que bien podría ser el peor cómico de la historia, la emplea ya en su primera película, de 1951, y lo hace con exactamente el mismo espíritu de exultación que los costarricenses.
Pero Clavillazo ya utilizaba la expresión desde los años 40, cuando presentaba sus rutinas cómicas en diversos cabarés mexicanos. Así que con ella los costarricenses no hemos hecho otra cosa que apoderarnos de una expresión que era la “firma”, el trademark de un cómico mexicano de ínfimo nivel.
No hemos creado nada. No hemos producido nada original. Nuestro genio colectivo y nacional se ha limitado a piratear obras y dichos preexistentes, confiriéndoles exactamente el mismo sentido que antes tenían.
¿Cómo es posible que la Patriótica costarricense tenga por texto el poema de un cubano? ¿Dónde se ha visto tal falta de dignidad, de orgullo y autorrespeto? ¿No habrá por ahí algún poeta criollo que se ofrezca para proponer un texto que podamos, con verdadera satisfacción, llamar “nuestro”?
Así seguimos, con nuestra vida “de mentirillas”, bien representada por lo espurio e inauténtico de nuestros símbolos patrios. Pero nada está escrito en piedra, nada nos condena a seguir así eternamente: tenemos la libertad de remozar nuestras canciones patrióticas y nuestra bandera, si en efecto nos nace hacerlo. De lo contrario, pues, seguiremos siendo un país que vive de “empréstitos” y carece de la savia creativa para siquiera generar una simbología patriótica original, sana y robusta.
El autor es pianista y escritor.