No me pregunte quién es Luigi Ferraris. No sé. Podría wikipediar el dato y arruinar mi versión edulcorada en un segundo… pero esa dosis de realidad me sobra, lejos está de hacerme falta. Prefiero quedarme por siempre con mi construcción mental, tan sesgada por la fantasía como podría estarlo cualquier otra añoranza cosechada antes del fin de la infancia. Luigi Ferraris: el teatro de los sueños.
Aquellas cuatro torres tan elegantes como imponentes vigilaron desde cada esquina del recinto genovés a los once “campesinos” que sobre ese césped le pintaron la cara a Escocia primero y a Suecia después. Una hazaña más que histórica, insólita. Quien llegó a vivirla lo sabe: es imposible mantener el corazón indiferente cada que suena aquella canción de Gianna Nannini y Edoardo Bennato que hablaba de noches mágicas y sí, estadios italianos.
“Supérelo”, me dicen una y otra vez aquellos a quienes no vale la pena siquiera intentar explicar. ¿Superar qué? ¿Mis recuerdos de niñez? ¿La inocencia de creer en imposibles? “Viajen”, les contesto a estos amargos, cada vez más en boga. Y le doy play otra vez al video en YouTube solo para escucharlo a él una vez más. Y se me vuelven a parar los pelos. Cayasso. Flores. Medford. Y esa voz eterna acompañando su ingreso a la gloria tricolor: Manuel Antonio “Pilo” Obando.
Entonces no tenía yo ni dos semanas de haberme mudado de San José a Turrialba, tras cumplir 10 años de edad. Nuevo barrio. Nueva escuela. Nueve compañeros que se conocían entre ellos desde primer grado… pero nada como un Mundial de fútbol para romper el hielo. Ahí estábamos pues, en círculo frente al televisor en media clase de ciencias cuando Ravelli despejó a la distancia, Guima la devolvió de cabeza y Hernán soltó a correr…
Es cierto que Medford corrió muchas veces en su vida, pero jamás lo empujaron tantos corazones como aquella tarde. Al comando de Pilo nos unimos todos en una sola voz: “¡Vamos Medford! Medford… Medford… Medford… Medford… ¡Vamos Medford! ¡Medford! ¡Medford! ¡Medford! ¡Medford! Medford… ¡GOOOOOOOOOOOOOOOL del equipo de Costa Rica!”.
La bola tenía ya más de siete segundos de haber entrado y Pilo seguía repitiendo el apellido del muchacho que para entonces ya besaba la camiseta sobre la banda (¿podría existir una celebración más apropiada en ese momento?). El narrador de narradores no podía creerlo y nosotros tampoco: “¡Locura en el Luigi Ferraris!”, gritaba eufórico desde el otro lado del Océano Atlántico aquel hombre cuyos relatos escuchó un país entero durante más de cincuenta años.
Auténtico, pícaro, descarado, excepcional, Manuel Antonio Pilo Obando narró cada uno de los 12 goles que ha anotado Costa Rica en un Mundial. El próximo que caiga será el primero sin su sello. Y yo me permitiré lamentarlo. Pero también me permitiré recordar con cariño y gratitud a quien acompañó mis jornadas de pasión futbolera por tantos años. Con sus despistes. Con sus camotazos. Con sus bombetadas. Con sus salidas religiosas. Con todo lo que lo hizo el personaje único e irremplazable que fue.