Las montañas de San Carlos albergan un paraíso donde abunda la calma y la riqueza natural, ideal para quienes aman cerrar los ojos y escuchar tan solo el canto de las chicharras y el sonido que produce el agua al fluir río abajo.
No obstante, la rutina tornó el panorama casi imperceptible para los lugareños y muchos citadinos lo desconocen porque La Fortuna acapara la atención.
Si le pregunta a alguno de los pobladores por opciones para hacer turismo, puede ser que este tenga que darle vueltas a la pregunta por varios minutos antes de darle una respuesta acertada.
¿Qué opciones hay para un visitante con ánimos de explorar?
“Atractivo, atractivo no hay”, opina Joaquín Aguilar, dueño de El Canasto, un tramo de venta de sombreros en el mercado municipal de Ciudad Quesada.
A este comerciante le preocupa lo que sucederá cuando se construya la carretera nueva hacia San Carlos y los visitantes ya no deban ingresar a la cabecera del cantón. Aunque está seguro de que Ciudad Quesada es un sitio “que va en ascenso”, aún no confía en el potencial de la zona donde habita.
La explotación turística es tan escasa que en la cabecera de San Carlos es complicado hallar un buen hotel con aire acondicionado y parqueo. Ahí, también son pocas las alternativas para hacer vida nocturna: hay pocos bares abiertos y un casino con las sillas vacías y los tragamonedas encendidos.
Pero San Carlos conserva su propio atractivo: un territorio al que el virus del urbanismo no ha contagiado y aún es posible encontrar tierras vírgenes.
Un verdadero amante de la naturaleza podría empacar maletas y tener agenda llena durante al menos tres días, esto sin contar la oferta de La Fortuna, y regresar boquiabierto y con ganas de repetir la travesía. Así lo comprobó un recorrido que La Nación hizo por el cantón norteño, a propósito del Festival Dominical.
Basta con subir algunos kilómetros sobre el centro de Ciudad Quesada –la puerta de entrada a la zona norte– para contemplar un exuberante verdor, desde donde el único vestigio del desarrollo que se puede observar son los techos diminutos de las casas y la catedral.
Pasadas las 3 p. m. del martes de la semana anterior, Ricardo Víquez cerró la caja registradora de la soda Hermanos Víquez –el negocio de su padre–, para ir a darse un chapuzón en las cristalinas pozas del distrito de San Gerardo.
Él le mostró a un equipo de La Nación un sitio especial al que no llega quien contrate a una empresa de turismo. Hay que adentrarse en el bosque de San Gerardo, a través de fincas privadas y hacer senderos entre las raíces y las ramas de los árboles, para hallar las cataratas de agua helada que bañan la zona.
No estaba vestido para la ocasión; andaba una camisa a cuadros y de manga larga, un jeans negro y unas botas que van mejor al atuendo propio de un caballista que al de un montañista.
A la mitad de un largo trayecto de tierra, se detuvo para observar la vista panorámica del corazón de San Carlos desde lo alto de la loma.
“Yo nunca cambiaría esto por un mall , jamás”, dijo con gran certeza. Luego, continuó caminando.
Se pueden hacer tours en caballo hasta la cima de la montaña e incluso llevar equipo para practicar rappel , deporte que consiste en el descenso en paredones empinados.
De lo contrario, hace falta ser diestro en el arte del equilibrio para no resbalar en el lodo que recubre las inclinaciones de la loma.
La primera poza que halló Víquez en su caminata improvisada está dotada con agua cristalina y una tonalidad turquesa en su sector más profundo.
En la época seca, el caudal de los ríos baja y permite que los aventureros caminen por el cañón, sin riesgo de ser arrastrados por la corriente. Entre las rocas, quedan acumulaciones de agua apenas teñidas por el color de las hojas secas y el musgo en el fondo.
Tan pronto como Ricardo Víquez llegó a la segunda poza, la más honda de las que se conoce en la zona, no dudó en dejar la ropa en la orilla para hacer un clavado desde el pico superior de una de las rocas. Se heló al contacto con el agua.
“La primera vez que me trajeron, no aguanté las ganas y tuve que tirarme”, dijo. Esa fascinación sigue presente. Ahora tenía que regresar por el mismo trayecto mojado y tembloroso, pero nada de eso parecía importarle.
Ir por un jugo de zanahoria y otro de tamarindo a la soda de su padre, ubicada justo en el centro del mercado, se hacía obligatorio. Caracterizado por 21 relojes colgados en una pared, que dan las horas de países como España y Estados Unidos, el restaurante Hermanos Víquez atrae a decenas de turistas nacionales y extranjeros.
La tarde de ese martes estaba por acabar y era necesario descansar tras la aventura. Aún faltaban dos días agotadores pero satisfactorios: una larga caminata por el parque Juan Castro Blanco para quedar pasmados ante la laguna Pozo Verde; el tour por San Gerardo para probar el arracache y una travesía hasta la Catarata del Toro.
Nota del editor: Esta información fue modificada con el nombre correcto de la laguna.