El conflicto bélico de la Primera Guerra Mundial sorprende al costarricense José Basileo Acuña (1897-1992) en Inglaterra pues desde 1914 estudiaba medicina allí. Se enroló en el bando contrario a los alemanes y combatió en la Legión Extranjera francesa a partir del 16 de mayo de 1916; luego lo hizo como soldado, camillero enfermero y médico. En el caso de la primera gran contienda del siglo XX, los artistas y los escritores no son ajenos a sus desgracias y embates. En sus obras, la guerra deja secuelas; podemos analizarlas explícitamente cuando ellos han dejado testimonios en sus crónicas, narrativa o poesía. Con ello, actúan como verdaderos corresponsales de guerra, con sus impresiones y críticas de primera mano.
Publicado en el libro Proyecciones (1953), pero escrito entre 1916-1919 según notación del propio escritor, “Un episodio de instantáneas japonesas” aparece como la primera obra realizada por el polifacético y humanista costarricense. A simple vista, no hay relación aparente con la guerra, ni el lector comprende que se trata de un verdadero diario íntimo y poético, el cual aborda la experiencia de un soldado en el campo de batalla. El título alude a los recursos estilísticos y a la propuesta estética que significa una renovación muy temprana en el contexto centroamericano.
Progresión. Las “instantáneas japonesas” se refieren a un tipo de composición breve. Apunta el propio Acuña su intención de valorar la condensación y la sencillez de la poesía japonesa, al remitir al “Haikai” y al “ haikú ”; dice en el epígrafe lo siguiente: “Haikai significa literalmente / una exclamación; la exclamación de un / solo verso”.
Por cierto, Acuña no respeta la métrica de 17 sílabas del haikú ni lo hace en composiciones independientes; más bien integra una serie de haikús en poemas. Del haikú, valora la idea de la equivalencia entre palabra e imagen plástica: es decir, su capacidad de economía expresiva, que tanto gustó a Occidente bajo el orientalismo fervoroso de estampas-instantáneas.
Decimos “instantáneas” porque las cosas y los seres cobran relieve por sí solos; están ahí (advienen en el decorado de la tela/página a través de la conciencia imaginativa del artista), mientras que la experiencia poética la ilumina. Acuña lo logra cuando sus haikús no pueden leerse en forma autónoma, sino en forma de una secuencia: van trazando las impresiones del soldado.
La progresión se marca con la fecha y el lugar de la batalla en la actual región de “Isla de Francia”: “Plessis Le Roy: 18 de agosto de 1916: Una rama caída, / un retoño en la rama… / ¿pensamiento de amor o de esperanza? // Retumba el cañón: / Huid, mariposilla. / Di. ¿No comprendes? // Restos, escombros, ruinas; / el corazón de un siglo / hecho pedazos”.
El contraste de la percepción es visible en las tres estrofas-haikús. Frente a la visión particular y de primer plano de la “rama caída” y “el cañón”, tenemos la visión general y amplificadora del paisaje con las comparaciones “el corazón de un siglo” y “una lira gigantesca”.
Intensidad. Acuña contrasta el paisaje desolador y funesto de la guerra: la “rama caída”, amputada del tronco del árbol que le daba, vida, contrasta con el retumbo del cañón que trae la muerte. Como consecuencia de la guerra, las ruinas son la imagen de desintegración y de destrucción, cuando sus estragos se expresan en el cuerpo humano: “el corazón de un siglo / hecho pedazos” (vv. 8-9). Por lo tanto, insiste en las fracturas emocionales y físicas que dejan las granadas en los soldados.
Luego se intensifica en la imagen de “[c]uerdas rotas”, por supuesto de los soldados en ese paisaje mortuorio: “Cuerdas rotas / de una lira gigantesca; // son los árboles de las trincheras. // Como el rastro / de una serpiente caprichosa, / monta la trinchera en que vivimos. // Sobre los escombros del Plessis / se derrama el olor de los pomares, / como oración funérea”.
La plasticidad de “los árboles de las trincheras” es evidente. Son troncos despojados de sus raíces y de sus ramas; es decir, de su vida. La percepción del horizonte ahora emerge aquí. Se contempla ahora un paisaje desolador, de tierra ahora inerte y destruida.
La hilera de trincheras se compara con una “serpiente caprichosa”, que se extiende a todo y lo largo de la llanura de Plessis Le Roy; sin embargo, “los escombros”, signo de la destrucción, se mezclan con lo olfativo (“el olor de los pomares”) y lo auditivo (“oración funérea”).
El presagio de que la muerte se expande por el aire, se continúa en el siguiente poema, con el teatro de la batalla en progreso. La Muerte al acecho esgrime su guadaña en la mano en uno de los teatros de la guerra, la región de Champaña-Ardenas: “Auberive: 16 de abril 1916 // La mano del reloj, / la mano del Destino, / su encuentro… la batalla. // Tac, tac, tac… / la guadaña de la Muerte / segando vidas”.
La “mano” se transforma aquí en la sinécdoque tanto de la acción del tiempo como de la muerte, destino este último ineludible para ser humano. La onomatopeya del reloj en marcha con su “[t]ac, tac, tac”, como golpeando las mentes de soldados prestos al combate, resuena inexorablemente.
Actores y víctimas. El paralelismo entre “la batalla” y “la guadaña de la Muerte” es contundente. Se multiplican las sensaciones auditivas: “Un rugido, / una explosión, / un grito de agonía. // Cubiertos de barro los guerreros, / fantasmas azorados, / se acuestan, se levantan, corren”.
Como si fueran pinceladas de una escena fragmentada, se suceden el ruido y los sonidos estrepitosos (“rugido”), de armas o de objetos que pueden detonar (“explosión”) o de seres humanos (“grito de agonía”). Es indeterminado el origen del sufrimiento y del dolor que provocan todas estas acciones. No sabemos qué bando de la contienda las provoca, pero crean un clima desolador y de destrucción.
Los actores/víctimas están en el campo de la batalla. A los soldados los califica Acuña primero de “guerreros”, subraya su fuerza y su valentía, en oposición a “fantasmas azorados”, cuya alma en vilo y sobresalto traduce el riesgo de su vida.
Acuña acaba enfatizando la presencia de lo humano en el teatro mismo de las acciones. No importan tanto la estrategia ni las maniobras militares, sino las repercusiones que deja la guerra en los seres humanos.
El destino. Con trazos evocadores, va sugiriendo el escenario de la contienda: “Un silbido… la muerte; / la muerte… un suspiro, / un espasmo… un silencio. // El cañón, la tormenta; / un batallón que pasa / empujado por el viento de la Muerte”.
Así, la imaginación poética actualiza objetos y acciones que identifican este campo de guerra. Alude no solo a los actores, sino también lo que produce el sobresalto y la muerte de los soldados. El “silbido” es metonimia de las balas; estas atraviesan el aire para dar en el blanco, los cuerpos de los soldados.
Como cierre de esta “estampa” de guerra, se encuentra el elemento humano. Se visualiza el “batallón”, cuyo rasgo más conspicuo es su rapidez de movimiento, comparado con el aire: “un batallón que pasa / empujado por el viento de la Muerte”. Se trata del destino del que no puede escapar el soldado.
Apuesta José Basileo Acuña por una poesía sencilla, sin rima ni métrica precisas. Es limpia y directa para que llegue su denuncia desde la perspectiva intimista de un soldado. Sus “instantáneas” no dejan indiferente a nadie porque sus poemas trazan la singularidad de esa realidad espeluznante y traumática. El autor capta la Gran Contienda con maestría y perspicacia, de un “tico” que luchó y dejó su testimonio de sus avatares y desgracias.
El autor es profesor catedrático de la UCR y miembro de la Academia Nicaragüense de la Lengua como de la Academia Norteamericana de la Lengua Española.