Las bacterias no se fijan en pequeñeces y se han crecido moralmente desde que una de ellas les explicó el libro Lo pequeño es hermoso , del economista Fritz Schumacher, con quien coincidimos siempre que no se refiera a los sueldos.
Allí, donde no las ven, las bacterias tienen su orgullo: si no por su tamaño, sí por su antiguedad pues estrenaron la Tierra hace 4.000 millones de años; es decir, comenzaron a darse una vuelta por la vida solamente 500 millones después de que la Tierra se formara y dejase de ser una papa caliente, pero de un tamaño poco comercial, que ya debería registrar el libro Guinness
Las bacterias son los seres vivos más pequeños. Aunque contagian, se han contagiado del lenguaje “políticamente correcto”; así pues, exigen que no se las llame “pequeñas”, sino “seres vivos dotados de altas prestaciones para lanzar la perspectiva hipotenusa tierra-aire”.
Como la antiguedad es clase, las bacterias ya ni saludan; por esto son altivas e indiferentes a los biólogos que las observan con microscopios. Los biólogos son los paparazzi de los micromundos.
Debido a su conciso tamaño, las bacterias suelen dar menudas sorpresas, como las que se han llevado biólogos del Instituto Tecnológico de Massachussetts –un topónimo ideal para las faltas de ortografía–.
Los científicos cultivaron dos tipos de bacterias en un recipiente y vieron que el número de una de las especies aumentó tanto que esta acabó arrinconando a la otra, como si fuese votación parlamentaria.
Entonces, algunas de las bacterias que habían quedado en minoría, emitieron sustancias antibióticas que mataron muchas bacterias de la mayoría; pero, al hacerlo, las defensoras quedaron tan débiles que ya no pudieron reproducirse.
Comentaristas de la ciencia opinan que tal conducta revela altruismo; o sea, el sacrificio de sí en bien de otros individuos. En cierto modo es así, aunque es difícil suponer que las bacterias, que viven poco, actúen luego de pensarlo mucho.
El altruismo aparece en animales, como en aves y mamíferos, pero mucho más en hormigas, abejas y avispas pues los miembros de cada una de estas tres especies son más que hermanos entre sí (comparten el 75% de los genes). Este superparentesco explica el autosacrificio.
Empero, sin llegar a tales excesos de familiaridad, los murciélagos vampiros también son altruistas pues regurgitan la sangre que han bebido y la dan a los que tuvieron mala suerte y no consiguieron víctimas y quedan tristes y sedientos cual dráculas sin autoestima.
Esa conducta es recíproca: los oferentes saben que los beneficiarios harán lo mismo otra noche de otro día con sus benefactores. Se identifican por el olor. Los humanos somos más originales. Según el biólogo Martin Nowak ( Scientific American , julio, 2012), los nombres nos sirven de sellos (equivalen al olor de los murciélagos). Nuestro nombre nos identifica a la distancia, nos resume, y lleva nuestra fama: si somos solidarios o no. El anonimato es una sombra. En cierto modo, “el hombre está en el nombre”, como cantan algunos poetas.