Colocho se lanza al azul vacío, sin contar hasta tres, ni avisarle a nadie... De un instante a otro, caminó hasta el borde y se dejó ir de espaldas girando en el aire. En la vuelta, su cabeza pasa rozando la plataforma y luego solo se ve el splash en la piscina, se escuchan las voces de asombro y, en cuestión de segundos, el temerario está otra vez sobre el trampolín, listo para tirarse de nuevo.
Dice que es clavadista desde que tiene memoria y que su academia fue “la práctica”. Aprendió a punto de guevazos , como se aprende casi todo en la vida. Por ejemplo, cuando realizó por primera vez la pirueta descrita, llamada “patada de luna”, se llevó un panzazo que le dejó la piel colorada y con la sensación de haber recibido varios latigazos.
En el popular balneario Ojo de Agua, en San Antonio de Belén, lo consideran el más “galleta” de los clavadistas, aunque Colocho juega de humilde y sostiene que “cualquiera puede hacerlo”, solo se requiere mucho valor y –literalmente– echarse al agua.
Su verdadero nombre es Miguel Ángel Campos Rodríguez, tiene 26 años, porte atlético, tatuajes en su pecho y piernas, y piercings en ambos pezones. Irónicamente, es pelón: los colochos son solo un recuerdo de un look de adolescencia.
“¿Que cómo me siento cuando me tiro? Juepuñis , esa pregunta está complicada; diay, es que no se puede explicar con palabras, es algo que hay que sentirlo”, comenta.
La fiebre del trampolín es toda una tradición en Ojo de Agua, un balneario que provoca risas y nostalgia, que perdura pese al paso del tiempo, que muestra la cotidianidad y realidad de un sector de la población.
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Algunos –entre estos, sus administradores– dicen que es el centro de reunión y ocio de la clase baja; otros lo ven como un espejo, un anhelo, un pedacito de la sociedad costarricense.
Ahora, bajo una nueva administración, el balneario busca remozarse y atraer más público.
En el vestidor de hombres se exhibe un letrero con la leyenda: “Terminantemente prohibido el uso de tangas en hombres”. Así se derriba por completo aquella acostumbrada práctica, que llevó incluso al alquiler de este tipo de bañadores en determinada época.
Leyendas
Colocho sube hasta la plataforma más alta; desde ahí salta hasta el trampolín del medio y, con el impulso da tres vueltas en el aire para caer con propiedad a mitad de la piscina. Tan bien lo hace que hasta parece fácil.
Aunque tiene el título de mejor clavadista de Ojo de Agua, en realidad nunca llegó a competir fuera del balneario. Su gloria se limita a ese claustro belemita.
Distinto es el caso de Manuel Antonio Alvarado, otro de los legendarios aventureros del trampolín. Pertenece a una generación diferente y bien podría ser el padre de Colocho. Tiene 59 años, aunque aparenta una década menos, y justamente por su edad no puede hacer las acrobacias de antes. Sin embargo, aún deja bocas abiertas y provoca aplausos.
“Viera que venir aquí es como ir al médico. Es una manera de medirme a mí mismo, de ver cómo estoy de salud, qué tal estoy rindiendo”, comenta bajo un sol que quema la piel; aunque a Toño , como todos lo conocen, los rayos ultravioleta parecen no hacerle nada.
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Cuando no se está lanzando del trampolín, toma el sol al lado de la piscina. Si bien están prohibidas la tangas, nadie ha exiliado del balneario a las zungas , y Toñito luce una color verde fosforescente. Es su particular “traje de luces”.
Aprendió a clavarse siendo un adolescente. Unos holandeses le enseñaron la técnica ahí, en su amado Ojo de Agua.
De hecho, la acrobacia que mejor le sale es el famoso “clavado holandés” (de frente al vacío, con rotación de caída hacia el trampolín).
“Para ser un buen clavadista hay que ser aventurero”, resalta Toño , quien es contador de profesión, padre y abuelo.
Entre un puñado de jocotes, café en termo y sánguches de atún, nos encontramos también a Gary, contemporáneo de Toño, y quien parece una versión avejentada de Tarzán.
Se trata de un tipo cuadrado, de cabellera larga y blanca, con un candado gris y rostro de boxeador de lucha libre retirado.
Para él, ir a Ojo de Agua es recordar vivencias, reencontrarse con amigos y, claro, sentir la adrenalina de los clavados.
Gilberth García, como dice su cédula, confiesa que ya no tiene la habilidad de antes, pero al menos logra caer al agua con elegancia y distinción.
Para estos clavadistas, lo más importante no son sus acrobacias ni tampoco la emoción que aún les provoca el trampolín. Lo mejor es ver cómo decenas de niños –sobre todo en verano– llegan a emularlos, a intentar ser como ellos... lo que garantiza la inmortalidad de los clavados en Ojo de Agua.