Don Herman contó, en esta entrevista, los fiascos que se llevó en su juventud antes de vincularse con el trabajo soñado para él: el de guía turístico en el país. Foto Alonso Tenorio (Alonso Tenorio)
A lo largo de 73 años, a don Herman Medford hasta lo que le ha salido mal ha terminando convirtiéndose en una fuente de venturas que poco a poco llenan este repaso de su hermosa, motivadora y por lapsos hasta divertida historia de vida, la que viene a cuento porque recién nos enteramos de que él integró el primer grupo de guías turísticos de Costa Rica, graduados en 1978.
Se trató, en aquel momento, de una alianza entre el Instituto Nacional de Turismo (ICT) y el Instituto Nacional de Aprendizaje (INA), entidades que se percataron de la urgencia de formar a guías empíricos que ya empezaban a hacerse notar en el país (caso de don Herman, quien orgánicamente se inició en el turismo en 1976) y que culminó con el inicio de los guías profesionales en 1978.
Es decir, fue su generación la que fue mutando paralelamente con la Costa Rica de antaño que poco a poco transitaría hasta lo que hoy podría llamarse una potencia mundial en turismo, distinción que ha convertido este rubro en la primer fuente de divisas del país. Tremendo mérito tienen quienes se han dedicado dese hace 40 años y más a recorrer el país de punta a punta guiando a extranjeros de todas las latitudes del planeta.
Por supuesto que no todas han de haber sido “maduras” en su vida, pero durante las conversaciones que tuvimos detecté que se trataba de un caballero de verbo sencillo y sesudo, sin poses, magnífico contador de historias y detallista hasta la médula, como la ocasión en que me escribió tras uno de nuestros intercambios para disculparse porque había escrito mal mi nombre (fue solo una vocal mal puesta, dicho sea de paso) pero, a ver ¿quién se detiene en semejantes “pequeñeces” en estos tiempos?
Lo curioso es que lo mismo me pasó a mí cuando le había dicho ya varias veces “don Hernán”, asumiendo que su hijo, el reconocido exfutbolista y director técnico, Hernán Medford, había heredado su nombre. Y aquí empiezan las anécdotas de cómo a don Herman le pueden fallar los cálculos pero todo siempre parece abonar en forma positiva a su vida.
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Acá, con un grupo de turistas en Tortuguero, en fecha no determinada. Foto Cortesía
En el previo de la entrevista le pregunto –rigurosidad ante todo– si efectivamente él es el papá de Hernán y que disculpe la pregunta obvia, pues son los únicos Medford que se llaman igual. Entonces me aclara que él se llama Herman, pero como la gente lee rápidamente y le dicen Hernán, él quería bautizar a su único hijo varón con el nombre paterno, pero lo pensó mejor.
“Yo pensé que ponerle Hernán estaba bien porque iba a llevar la mayor parte de mi nombre, pero no iba a lidiar con esos enredos que tengo yo de toda la vida y en eso tuve razón, pero para mí ha sido peor porque si antes de que Hernán fuera conocido me llamaban Hernán ¡imagínese ahora! Ya me quedo así, a veces aclaro y a veces ni digo el nombre”, cuenta entre risas.
Imposible no reparar en el vínculo de Herman con Hernán, pero esto vendrá unas líneas más adelante.
Por ahora, por la narración tan bien hilvanada de su vida se impone devolvernos con don Herman a los albores de su infancia en su querido y natal Limón, provincia en la que viviría sus primeros 10 años hasta que su madre, doña Anita Medford, por razones de trabajo, acordó con su papá Theophilus Medford Boyce, que ella se vendría con sus hijos menores a trabajar en San José, mientras que él seguiría bregando duro en su finca de cacao.
Herman era el cuarto de cinco hijos, todas las demás mujeres; las tres mayores le llevaban bastante diferencia de edad porque su mamá lo tuvo a él ya en sus 40. De hecho, a la fecha él es el único de la prole que sobrevive, pues ya sus cuatro hermanas fallecieron.
“Mi mamá no pudo ir a la escuela, entonces tenía esa obsesión de que nosotros estudiáramos pero en Limón no había muchas oportunidades. Ella tuvo la oportunidad de colocarse como doméstica donde una familia estadounidense y nos vinimos mi hermana, ella y yo; luego llegaron mis dos sobrinos y nos instalamos en barrio Aranjuez, aunque los fines de semana íbamos a visitar a mi papá”, rememora don Herman, quien hoy analiza que esas experiencias en el verdor de la finca empezaron a crear una conexión particular con la naturaleza en él desde muy pequeño.
Sin embargo, la situación económica de la familia siguió cuesta arriba y, con apenas 14 años, él se afanó en conseguir trabajo con tal de llevar un poco de alivio a las necesidades del hogar. Y acá es donde empiezan a entretejerse las líneas de un destino que parece haber tenido su nombre y huella desde su temprana adolescencia.
Consiguió trabajo como ayudante de bodegueros en el Costa Rica Tennis Club, no sin antes haber obtenido el respectivo permiso como menor de edad en el Patronato Nacional de la Infancia. Cuenta que al principio sus empleadores dudaron en contratarlo en vista de su juventud y de que se trataba de un oficio bastante pesado, pero sus ruegos e insistencia en que lo dejaran probar fueron aceptados y pronto, a pesar de ser asmático, el muchacho se echaba al hombro pesadas cajas de cerveza y cuanta carga tolerara.
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Como dirían en la jerga popular, "esta foto vale plata". Don Herman Medford, muy elegante, a la derecha, el día de la primera graduación de guías turísticos de Costa Rica.
Pero en medio del ajetreo y en vista de que la bodega quedaba a la par de la cocina, el joven Herman empezó a reparar en el quehacer de quienes preparaban la comida. Pasaron los meses y ya con 15 años, el día menos pensado se presentó tremendo apuro en el club. “La cosa es que había una boda grande y hubo un error de no sé quién y nunca llegaron las bocas. Ya los invitados estaban esperando, los encargados de la cocina no sabían qué hacer y yo, como me pasaba viendo todo el trabajo de la cocina y hasta les ayudaba, me ofrecí a hacer las bocas ¡eran para unas 200 personas! La cosa es que fue algo increíble, hice las bocas y todo salió perfecto, pero además la gente salió muy impresionada de ver como algo muy novedoso que la gerencia del hotel preparara a ayudantes de bodega como especialistas en bocas”, narra don Herman con orgullo bien ganado.
Por supuesto, aquel día ascendió al departamento de Bocas donde se desempeñó durante dos años, pero las jornadas a menudo se prolongaban hasta la madrugada cuando había dos o tres eventos justo en tiempos en los que él se había matriculado en el colegio nocturno para obtener su bachillerato.
Asistente de bodega, chef improvisado, operario en un telar, tripulante de cruceros internacionales por cinco años, fundador de una boutique que quebró en cuatro meses, vendedor de ollas casa por casa y, finalmente, guía turístico por todo Costa Rica durante 45 años. Ese es don Herman Medford, hoy pensionado, no desocupado.
Al final, no pudo terminar el colegio, la prioridad era ayudar en la manutención de la familia y a pesar de su experiencia en cocina, su asma se volvía crónica y entonces optó por emplearse en un telar en San Sebastián, auxiliado por un amigo. Futbolero como la mayoría de muchachos de su época, cuando trabajaba en el Tennis “mejengueaba” en La Sabana y hasta logró que un señor se fijara en él y lo invitara a entrenar con el Orión, club bastante popular en los años 70.
“Yo me creía bueno (risas), pero en ese entonces no le daban a uno ni los pases , entrenábamos de noche y yo preferir dejar de ir a entrenar y concentrarme en el trabajo. En eso se me dio lo de los telares y estando muy joven todavía aquella etapa fue muy diferente para mí, muy aventurero, atendiendo telares pero si la cocina me hacía malo para el asma ese material que sueltan las telas fue peor, con el tiempo me fui dando cuenta del grado en que me estaba perjudicado” narra Medford, quien providencialmente recibió, por aquellos días, una oferta de trabajo única y hasta inaudita.
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Frisando sus 20 años, don Herman intentó vincularse al fútbol, pero sus obligaciones laborales ya desde jovencito, se lo impidieron. Foto Cortesía
Según narra, resulta que durante su niñez en Limón, los pequeños que hablaban algún dialecto como el patuá recibían becas parciales para que ingresaran a una escuela privada en la que podían mejorar el dominio del inglés. Esto, más la práctica del idioma en su trabajo en el Tennis Club, lo hizo el candidato ideal para reclutador de personal que estuviera dispuesto a laborar en cruceros turísticos por varios países del Caribe.
“Esto mucha gente no lo sabe –lo de las escuelas privadas– pero en esas generaciones los descendientes de gente del Caribe hablábamos un inglés correcto, luego ya se mezcló con el inglés de calle y el patuá caribeño y todo eso finalmente hace que la cultura limonense sea muy rica”, reflexiona.
Todo se alineó para que su inglés más su experiencia en cocina lo convirtieran apenas en sus 20 años en trabajador de cruceros durante los siguientes cinco años en gigantes embarcaciones turísticas que salían de Miami hacia Puerto Rico, Islas Vírgenes, Haití, República Dominicana, Jamaica, Bahamas y Costa Rica. Trabajaba seis meses consecutivos y tenía un mes completo de vacaciones. Para entonces ya estaba casado y en ese lapso se convirtió en padre de Madeleine, Hernán y Kenia Medford.
A pesar de los sacrificios familiares, aquella sensorial experiencia cotidiana tratando con diversas culturas no solo en los distintos países que visitaba, sino a bordo de los cruceros, le brindaría un bagaje vital que, a la postre, lo estaba preparando para convertirse, años después, en uno de los primeros guías turísticos del país.
“El trabajo era muy duro, de siete días a la semana pero yo era joven y estaba en un proceso de encontrarle el sentido a la vida, tenía muchas preguntas existenciales con respuestas que no me suplía el sistema educativo de la sociedad en que estaba. Yo al principio en el crucero vivía como aislado, siempre buscando respuestas y ahí poco a poco se me abrió el mundo, fue una gran oportunidad porque además me metí en un club de libros y empecé a aprender y aprender”, cuenta don Herman y, por ende, se entiende de donde vienen sus bastos conocimientos y su buen verbo.
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Don Herman y doña Gloria, durante sus primeros años como familia. Acá con sus hijos Hernán, Madeleine y Kenia. Foto Cortesía
A los cinco años de surcar los mares y las mejores ciudades costeras del Caribe, don Hermas se ancló en su tierra natal y, hasta el día de hoy, no cesa de reconocer que la sabiduría de su esposa, doña Gloria Bryan, fue clave para que el buen matrimonio que tienen no sucumbiera ante los prolongados períodos de ausencia.
“Si no fuera por ella no habría podido lograr todo eso. Ella tuvo la paciencia y el sacrificio de atender todo lo relacionado con los hijos desde el principio, nosotros nos conocimos muy jóvenes y ella no solo se tuvo que aguantar toda esa viajadera que tuve en el barco, sino también después, ya como guía turístico por todo el país”, agradece el agradable señor.
La mala hora
Si bien a brincos y saltos y con toda su juventud por delante don Hermas había logrado ir saliendo adelante con su familia, cuando finalmente se estableció en el país tuvo la “gran idea” –dice él– de estrenarse como empresario de la moda, con una buena parte de los ahorros que logró durante su trabajo en cruceros.
Como es un excelente narrador, al contar los detalles del gran traspié logra introducir a su interlocutor en una especie de trama de congoja, como si la anécdota fuera de ayer y no de hace medio siglo. Por lo mismo, al revivirla se le nota un tono de guasa, como quien se ríe de sí mismo y de alguno que otro estrellonazo de juventud.
“Cuando regreso a Costa Rica pensé en poner algún negocio con un amigo mío y concluimos en que sería casi un éxito seguro montar una tienda estilo boutique porque mi esposa era modista y la de él también, entonces yo calculé que se podían diseñar cosas muy diferentes, que fuera una tienda exclusiva... ¡y la montamos en Barrio Luján!... solo que nosotros no sabíamos nada de negocios ni de finanzas”, dice mientras hace una pausa que antecede la debacle.
“Ahora no me acuerdo, no duró mucho, creo yo como cuatro meses. No teníamos suficiente plata y para peores, los ladrones se nos metieron dos veces, seguro eran señales y mejor decidimos cerrar la tienda”, dice ya abiertamente entre risas.
Sin embargo, de inmediato tuvo que empezar a buscar trabajo y lo más rápido que encontró fue convertirse en vendedor “puerta por puerta” de la empresa Rena Ware, famosa marca de utensilios de cocina pero mayormente reconocida por sus “ollas”.
Eran otros tiempos, definitivamente, como lo asevera don Herman, quien pronto le tomó el gusto a su nuevo trabajo, más allá de que le prodigara el sustento básico a su familia, por el calibre de la experiencia a nivel social, psicológico y hasta sociológico que recibió al andar tocando las puertas de casas de familias desconocidas que lo invitaban a pasar sin temor ni prejuicio alguno.
“En ese entonces la delincuencia no estaba tan desatada, uno llegaba a las casas y me metían a tomar café, incluso en ‘chozones’ de clase alta mucha gente me esperaba para encontrar con quien hablar de todos sus problemas. Todo eso me dejó muchas enseñanzas; creo que tengo como un don para escuchar, y eso que soy más bien introvertido, no soy de hablar mucho” dice.
Sobre la consulta de si antes o ahora se vio afectado por manifestaciones de racismo, don Herman no titubea.
“El tema del racismo es muy interesante. Yo me crié con manifestaciones de racismo hacia mí, sufrí lo peor cuando me mandaron a la escuela privada de inglés, yo estaba en primer grado y fui víctima de bullying por parte de alumnos más grandes, pero todos eran negros, es decir, era una cuestión de poder del ser humano, no de racismo. De ese maltrato no solo aprendí a defenderme sino que me apropié del hecho de que yo nunca iba a sentirme menos en la vida”, asegura.
Y agrega: “Yo entendí en el proceso que hay gente que se discrimina sola; se me fue desarrollando una personalidad con una estima personal muy alta y eso hizo mucha diferencia porque yo nunca tuve problemas sobre sentirme discriminado por racismo”.
Acto seguido don Herman realiza una impresionante cátedra con la historia de los derechos civiles en Estados Unidos, en África, en Asia, y se detiene ampliamente en la gesta del jamaiquino Marcus Garvey (1887 – 1940), predicador, periodista y empresario fundador de la Asociación Universal para la Mejora del Hombre Negro, cuyo lema era One God, One Aim, One Destiny (Un Dios, un objetivo y un destino).
Pero don Herman, quien se volvió un experto en el tema, va más allá y cuenta que, a su juicio, es muy probable que haya habido una conexión entre Garby e intelectuales costarricenses como Carmen Lyra y Carlos Luis Fallas y el movimiento de las garantías sociales en Costa Rica.
De Costa Rica para el mundo
Corrían los años 70, cuando todo el mundo se conocía en persona o por referencia. Estaba don Herman buscando afianzarse en la vida laboral cuando una amiga suya que trabajaba en Marva Forves, una agencia de turismo, le llegó con una oferta de trabajo que marcaría el resto de su vida.
Ella estaba encargada de reclutar a guías bilingües con experiencia en turismo y le preguntó si le interesaba un trabajo así. Obviamente él lo vio como una gran oportunidad. “Empecé como guía como en el 75 o 76, no había formación pero sí nos pedían secundaria, que habláramos inglés y que supiéramos un poco de historia de Costa Rica. En ese tiempo el turismo no estaba tan desarrollado y por entonces lo principal era llevar a los viajeros a la capital, a Sarchí a ver artesanías y finalmente a las playas que eligieran”.
Tras terminar sus dos meses de entrenamiento, don Herman por fin recibió con ilusión en el aeropuerto Juan Santamaría al que sería su primer grupo de turistas, en una anécdota que se convirtió en tremendo fiasco –no por su culpa– y que bien pudo haber coartado su historia como guía en cuestión de horas.
“Ellos venían destinados al Cariari, en San Antonio de Belén, nunca se me olvida, eran como 35 y cuando los recibí en el aeropuerto venían con sus palos de golf como parte del equipaje, el problema es que cuando llegamos al hotel me informaron que se había sobrevendido y no había espacio. Mis colegas se quitaron el tiro y claro, le dejaron el problema al nuevo. Yo sin experiencia hice lo que pude y me los llevé al Ambassador, en Paseo Colón, y cuando vieron la diferencia entre un hotel y otro se me arma ese problemón en el bus”, cuenta aún con visos de congoja al rememorar el episodio.
“Entonces yo calmadamente les expliqué lo de la sobreventa, lógicamente eso no era problema de ellos pero ¿yo qué podía hacer? Se veía que era gente muy adinerada, entonces antes de bajar del bus me acosan a preguntas. Yo de novato les insisto en que ambos hoteles son de la misma calidad y me preguntan ‘¡¿Tienen campos de golf?!’, y yo todo atormentado: ‘No, no hay’. Y me preguntan ‘¡¿Y aire acondicionado?!’, y yo: ‘No, tampoco’. Bueno, aquello fue como tirar una bomba atómica dentro del bus, de la cólera que se llevaron, entonces se plantaron en que no se bajaban del bus, yo ahí con esa gente en pleno Paseo Colón sin saber qué hacer, en ese tiempo no había celulares ni nada. En eso veo un bus de Sabana Cementerio que se viene acercando y en eso ya yo también con cólera, agarré mis cosas, me bajé del bus y me fui corriendo a la parada... llegué ofuscado a mi casa ¡era mi primer grupo!, y decidido a que nunca más iba a volver a vivir algo así”.
Ese mismo día lo llamó su jefe, él le explicó lo ocurrido y escuchó cómo calmadamente al otro lado de la línea su superior le explicaba que no se preocupara, que esas cosas pasaban y que al día siguiente tenía asignado un tour por la ciudad... con el mismo grupo.
“Lo más increíble fue que en cuanto me vieron llegaron a disculparse conmigo; los llevé por la ciudad y al día siguiente ya había espacio en el Cariari, todo se arregló. Me trataron muy bien y como siempre, fue un gran aprendizaje”.
Los siguientes 47 años los vivió entre los tours tradicionales y los que se fueron abriendo en el país, como la observación de aves o para los aficionados de las orquídeas. “Para mí fue como completar un círculo, me dediqué a estudiar leyes naturales y con todas las giras fui como una esponja de conocimiento increíble que me remontó a mis vivencias de niño en la finca de mi papá. Para mí ha sido un entender de la conectividad de las cosas, llegué a encariñarme con diferentes niveles de desarrollo que venían de todo el mundo pero eso mismo me ayudó a conocerme más y entenderme a mí mismo”.
De hecho asegura que le es imposible hablar de algún sitio específico que sea su favorito en el país. “Es que no se puede elegir, usted va al volcán Poás y luego al Irazú y son totalmente diferentes, hasta la biodiversidad... aquí mismo donde yo vivo (Desamparados)... me encanta ir a Orosi, Tapantí, Turrialba, Guayabo...
“Mis respetos, mi padre... Diay, yo lo que te puedo decir de mi padre es que es una persona sumamente especial, sumamente intelectual, sumamente humano... es... bueno... ¡le puedo decir que mi papá es mi ídolo”
— Hernán Medford Bryan, hijo
Aunque tenía derecho de pensionarse a los 62 años, don Herman se fue quedando y no fue sino hasta el 2019, justo un año antes de la pandemia, en que se jubiló, tras 45 años de labor permanente como “soldado” del turismo en el país. En esa labor cosechó centenares de afectos de personas a quienes quizá no iba a volver a ver en su vida, pero quienes, está seguro, tampoco olvidarían Costa Rica ni la conectividad (una de sus palabras favoritas), que se entabló entre unos y otros.
Acá don Herman posa con una familia indígena de Ambere, en Panamá, hace unos años, cuando llevó a un grupo de turistas a la zona. Foto Cortesía.
Hoy se dedica a consentirse junto con su amada esposa, doña Gloria Bryan, y le da rienda suelta a un hobby que lo entusiasma a diario: el arte visual.
“Me gusta hacer fotografía, lo que son composiciones, hago impresiones y demás, lo hago más para mí, lo disfruto, soy empírico pero ahora con tanto acceso uno entra a Facebook o a YouTube y todo está ahí”, narra con satisfacción. Hay que decirlo: además es bastante ducho con la tecnología y tiene cuentas en Facebook e Instagram.
No podíamos, claro está, terminar esta tertulia sin hablar de su muchacho.
–¿Qué se siente ser el papá de Hernán Medford? Sabemos que tienen una hermosa relación, él les reitera su amor cada vez que puede en redes sociales, en entrevistas y demás, pero me pregunto, por ejemplo, en medio de toda la trayectoria de Hernán... ¿cuál ha sido su momento favorito de él?
–Como papá muy orgulloso por el tipo de persona que es, porque se nos presenta como alguien de mal genio o carácter, pero en realidad él no es así. Yo vivo muy orgulloso de la calidad de persona que es y con el equipo que él esté, yo voy, aunque de naturaleza soy limonense.
–¿Y su momento favorito?
– (Se le enciende la sonrisa) El gol contra Suecia, en Italia 90. Nosotros estábamos en la casa, yo estaba viendo el partido, mi esposa por los nervios estaba en un lugar de la casa donde no se veía la tele, pero cuando Hernán entró de cambio yo le dije: ‘Va a jugar’ y ella me contestó: ‘¡Antes del minuto tres va a hacer el gol!’, y así como ella lo pronosticó, pasó. Lo que también pasó fue que después del gol todo se volvió como un huracán, el barrio entero se vino a celebrar a la casa, gente que ni conocíamos ¡casi arrancan el portón!– dice con evidente emoción al rememorar la hazaña de su adorado hijo.
Al día de hoy, don Herman sigue inscrito ante el ICT como guía turístico. Su carnet es el # 25. Imposible, tras reconstruir un pedacito de su tremenda historia, no apostillar una de las máximas de vida por las que se ha regido don Herman Medford desde muy pequeño, posiblemente porque lo trae en el ADN y tal cual lo reza una leyenda en una de sus t-shirt favoritas: “De todas las cosas que llevas puestas, tu actitud es la más importante”.
Don Herman, en su rol habitual como anfitrión de visitantes extranjeros.