Ya Carevic nos ha infligido esta patanería en las dos finales que ha perdido, pero lo mismo han hecho, de manera sistemática, todos los derrotados en décadas recientes. Me refiero a la práctica consistente en eclipsarse y salir huyendo de la conferencia de prensa tan pronto termina el partido. Esto puede parecer una mera formalidad, pero en realidad es mucho más que eso: es un problema de fondo. Resulta que al rival triunfador hay que felicitarlo: es una norma tácita de cualquier deporte en cualquier latitud del planeta, un acto de decencia, caballerosidad e hidalguía: lo menos que cabe esperar de los vencidos. Es parte del fair play, y va mucho más allá de él: es un gesto de decencia. No felicitar al rival victorioso es indecente, en el sentido más puro de la palabra: una falta de respeto con el equipo y la torcida rival, y en última instancia, una falta de respeto para consigo mismo.
Por supuesto que extender una felicitación pública al ganador supone tragarse por unos minutos la amargura, la impotencia y la rabia de la derrota: ¡pero eso es parte de la autodisciplina emocional de cualquier deportista!
No entiendo la pachuquería, la falta de clase, la arrogancia y el infantilismo de nuestros técnicos, que no son capaces de articular estas simples palabras, desde un micrófono, para la afición y los periodistas: “felicito al rival, que nos ha ganado en buena lid, y para el que pido una ronda de aplausos sonora y elocuente”. Es lo mínimo que cabe esperar de alguien con un átomo de educación. Después de esa frase, el técnico derrotado puede irse a la casa, esconderse una semana en el clóset y no dar declaraciones a la prensa durante el resto del año. Pero debe cumplir con ese deber moral, con ese pequeño homenaje al ganador, un gesto que lo ennoblece a él, que ennoblece al rival y que ennoblece al deporte. Repito: es más que una mera formalidad: es un rito, una ceremonia, un mandato ético.
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