Si nos atenemos a ciertas conductas, el futbol es un deporte muy innoble: los jugadores se insultan, se agreden, hay escupitajos, pataditas discretas, o se tiran al suelo para perder tiempo. Esto sucede generalmente cuando el árbitro no los ve; otros, menos prudentes o poco trabajados en la parte mental, lo hacen con el réferi encima. Y entonces llega la tarjeta roja.
También hay arañazos, como ocurrió en el último clásico. A los futbolistas les hacen una revisión de manos antes del partido; me parecía un ritual innecesario, tratándose de profesionales, pero ya se vio que los mañosos pueden abusar del manicure.
Alajuelense ganó con mérito, más allá de los indignos zarpazos tipo Capitán Garfio. Empezó a ganar desde que Jairo Arrieta cayó en la trampa y se hizo expulsar; solo le faltó agarrar la tarjeta él mismo y mostrársela. No hay excusa válida: este deporte exige poner siempre la otra mejilla.
Todo lo que había ganado en credibilidad entre los aficionados, gracias a sus 12 goles, lo perdió en un momento de irreflexión. Arrieta lleva años peleando por la confianza de entrenadores y seguidores; cuando por fin lo alcanza, comete semejante error.
La historia del futbol está repleta de provocaciones y jugadores que pierden la cabeza. Le pasó hasta a Zidane, en la final de un Mundial. Pero claro, se le perdona: era Zidane.
Ojos abiertos. Ahora, después de los arañazos del domingo pasado, los árbitros van a tener que ser más estrictos con las revisiones de los jugadores. Pero en el fondo, lo que se necesita no es un manicure en las uñas, sino en los valores: hay que recordarles a los futbolistas que deben comportarse como profesionales, como representantes de una profesión que siguen miles de personas. Si el futbol como industria no sabe dar el ejemplo dentro de la cancha, tampoco tendrá autoridad moral para pedirles a los aficionados que actúen con sensatez en la gradería y la calle. Por eso hay que destinar un batallón de policías a cuidar estos partidos, en un país donde la Fuerza Pública debería estar concentrada en otras cosas.
El futbol insiste en divorciarse de valores como la tolerancia, el respeto, el saber perder y el saber ganar. ¿De verdad a alguien le sabe bien un título sabiendo que le despedazó la cara a un rival? ¿O que lo escupió?
Muchos jugadores están dispuestos a todo y hay dirigentes que piensan, hablan y actúan como fanáticos. Y, parafraseando a Eduardo Galeano, los entrenadores son como cíclopes: tienen un único ojo, así que solo critican al árbitro y piden fair play cuando les conviene. Con todo esto, ¿podemos pensar en que los protagonistas del clásico mostrarán valores? ¿Será pedir demasiado?