El fútbol es el deporte más democrático del mundo. Nos pertenece a todos (as). Quienes por múltiples razones no lo podemos practicar, devoramos textos balompédicos en diarios, libros y revistas; lo analizamos desde la grada, lo seguimos por la radio y la televisión; teorizamos de línea de cuatro a línea de tres, al derecho y al revés.
Es fuente inagotable de discusión y análisis. Algunos puristas –y tal vez, pedantes-- dicen que solo quienes han jugado fútbol profesional pueden opinar con autoridad sobre este deporte. ¡Cuán equivocados! Se apropian indebidamente de un derecho de multitudes y parecen ignorar adrede la devoción por el fútbol en casas, oficinas, bares, plazas, parques...
Si, por ejemplo, se dieran una vueltecita por la Feria del Agricultor en Zapote, podrían conocer a Victoria Montero. Deportista de sangre, estrella del squach en los años ochenta, eternamente afable, Victoria genera opinión y debate cada vez que los consumidores de natilla y queso nos juntamos en el puesto de Los Montero y, ahí, entre bolsas y cochecitos, risas y chascarrillos, conducidos por Victoria, los clientes exponemos nuestras verdades futboleras.
Debo decir también que en el país hay muchos artífices del balón con vocación de maestros. En largas sobremesas de Oro y Grana, el programa radiofónico del periodista Miguel Cortés, tanto él como sus contertulios hemos absorbido la vena didáctica de Rolando Villalobos. Luego de la hora al aire, este director técnico y antes hábil mediocampista, despliega en el mantel sobrecitos de azúcar, a modo de piezas futbolísticas, y nos ilustra en sistemas, movimientos, táctica y estrategia. Es increíble cómo asume su perfil de formador. Son las suyas amenas y extensas lecciones en las que, sin darnos cuenta, la noche acaba por instalarse en el entorno del hotel Balmoral, mientras los transeúntes del bulevar le meten candela al viernes.
Por definición, el fútbol es nuestro. Como el aire, lo respiramos todos, sin desconocer, claro está, la contaminación perniciosa de las redes sociales, una invaluable herramienta que, por desgracia, tantos suelen convertir en dagas arteras del anonimato.