La cantante Chavela Vargas falleció el domingo 5 de agosto del 2012 en Cuernavaca. (Agencia el Universal/El Universal de México)
Fue un día cualquiera, tal vez un martes. Chavela Vargas decía que los martes, como nada pasaba, era un buen día para irse de este mundo, porque morir en un fin de semana es una falta de respeto. Irónicamente, ella lo hizo un domingo, casi una década atrás.
El día que la conocí, fuera domingo o martes, destellaba vida. Soltó sus historias: la tortuga enorme que servía a Frida de cama y el revólver en su mesa de noche, que la acompañaba, incluso de día. «¿Lo quieres ver?», preguntó desafiante mientras yo tomaba un cariñoso café con leche que ella misma preparó.
Se acababa la década de los noventa y Chavela vivía en San Joaquín de Flores, en Heredia, en un apartamento muy cerca de la casa de su hermana y de su sobrina, diagonal a la clínica del Seguro. Mi amiga Jeannette era, sin saberlo, su vecina, y hacía algo de ejercicio con Chavela por las mañanas. La reconoció por la portada de un CD. «¡Esta es la doña que camina conmigo!». De inmediato, mi amigo Alfredo y yo fuimos a tocarle la puerta.
Chavela, en ese momento, lo que tenía era fama y nada de tequila entre pecho y espalda. Disfrutaba de haber sido redescubierta en España por Almodóvar luego de su letargo, durante el cual muchos la creyeron muerta.
Había incursionado y lo seguiría haciendo en teatros en México D. F. (hoy Ciudad de México), París, Madrid, Buenos Aires y San José. Ella, ya subida en el sétimo piso de su vida, logró que su voz no solo sonara en las cantinas de antaño, sino también en los círculos artísticos formales.
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Pero más que su legado artístico y particularmente interpretativo, Chavela era una apasionada de las nuevas generaciones y se despegada de egos y mitos, de los muchos que la acompañaron cuando departía con la gente joven. Sin ser activista, solo artista, Chavela se abría como un girasol cuando se rodeaba de la luz de las nuevas generaciones.
En esta época de plenitud, la Chavela de lentes oscuros, jeans, tenis y camisas de cuadros tuvo, quizás casualmente, una especie de reencuentro con su Costa Rica natal. Antes de irse por temporadas a Europa y luego definitivamente a México, ella cantó en el Teatro Nacional, dio varias entrevistas, recibió un sentido reconocimiento en el Centro Cultural de México en Los Yoses y, luego ya en México, fue homenajeada por el entonces presidente Pacheco.
Siempre, en algún restaurante, hospital o aeropuerto, aquí en Costa Rica, no faltaba gente que la reconocía y le agradecía su talento. Ella asumía de inmediato su rol de diva, la misma muchacha que empezó a llevar serenata con una guitarra en San Joaquín de Flores, donde veraneaban los josefinos en los años cuarenta; la mujer trabajadora, cantante y actriz del México de oro algunos años después y el mito ya consumado, en la España noventera… Una vida digna de celebrar un día cualquiera.
El autor es periodista.