Donald Trump, una vez más en su faceta de precandidato presidencial republicano, ha diseñado su campaña a partir de un mensaje agresivo, irrespetuoso y, en apariencia, irracional y de corto alcance entre el electorado mayoritario en Estados Unidos.
Es tan ríspido e irrespetuoso lo que dice, que nuestra primera reacción –particularmente la de los latinos– es descalificarlo con epítetos subjetivos como loco, idiota, antipático y otros semejantes.
Pero mucho me temo que el señor Trump, sin duda un antipático, dista de tonto y de loco. Sabe lo que dice y sabe a quienes quiere representar dentro de la sociedad norteamericana para constituir a este segmento del electorado en su base de apoyo.
Representa a un grupo eminentemente blanco, acaudalado o de clase media. Blancos que perciben el mestizaje de la sociedad norteamericana como una amenaza e, incluso, como una ofensa.
Lejos está de comprender este grupo y su actual representante el precandidato Trump, que el mestizaje, mejor aún la pluriculturidad de la sociedad norteamericana, más que una amenaza es una gran fortaleza. Basta con ver Nueva York, la más mestiza de las ciudades norteamericanas, lo rica, planetaria, pujante y diversa que es. Una de las mejores ciudades del mundo, y por mucho.
Riqueza cultural. Si Estados Unidos se hubiese quedado –una vez que lograron casi desaparecer a los nativos– con una población pura formada por los originales peregrinos, no sería hoy una de las naciones más ricas y poderosas. Ingleses, irlandeses, italianos, españoles, negros, latinos, chinos, vietnamitas. El mundo entero converge en ese territorio y lo ha enriquecido.
Pero aquellos a quienes Trump representa no son conscientes de su propia historia y tampoco comprenden por qué su país es lo que es. No saben cuál es el origen de su propia grandeza. Quieren una nación pura y hablan en serio. Tienen poder, pero quieren todo el poder.
Desde luego, una sociedad tan compleja y diversa tiene conflictos internos, ciudadanos de primer orden entre los que destacan muchos latinos y muchos no latinos que son perfectamente indeseables, como en todo país.
Tales tensiones sociales y culturales –propias de toda nación pluricultural o no– son el reto que superar. No serán erradicadas porque son propias de la dialéctica de las sociedades complejas, pero sí pueden ser mitigadas.
Canadá, el vecino, es buena prueba de ello. En ese contexto, a Trump hay que tomarlo en serio, no por él en sí mismo sino por lo que representa y los que representa, que no son pocos.
No pueden permitir los originarios de Inglaterra, Irlanda, África, América Latina, el Caribe, Asia y de otras naciones que hoy forman la sociedad norteamericana, que una minoría, pero poderosa, convierta a Estados Unidos, con sus pretensiones supremacistas, como en algún momento de la historia fue Albania: cerrada, aislada, atrasada y empobrecida tanto en el orden cultural como en el espiritual y económico.
Pablo Ureña es abobado.