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La magistratura de persuasión es la figura sobre la que se erige la Defensoría. (Shutterstock)
El 10 de febrero, La Nación editorializó, con fuertes e incuestionables argumentos, sobre el daño que se le ha hecho a la Defensoría de los Habitantes. Frente a los razonamientos expuestos, es poco lo que se puede responder, pero sí mucho lo que se puede hacer.
Ciertamente, la institución ha sido golpeada, debilitada y hasta —con contundencia hay que decirlo— mancillada. A 30 años de su creación, la coyuntura presenta la invaluable oportunidad para tomar decisiones sustantivas pero fundadas.
Decía el presidente Alfredo González Flores, en un momento crítico del país, que “o cambiamos de rumbo o nos hundimos”, y, justamente, ocurren una serie de circunstancias que, para bien o para mal, demandan una necesaria e impostergable revisión de fondo del actuar de una institución que, con orígenes nórdicos y en la que muchas personas no creían cuando finalmente nació el 17 de noviembre de 1992, hizo relevantes e innegables aportaciones al cumplir con su deber en materia de educación y defensa de los derechos humanos.
La revisión debe estar enfocada y ser llevada a cabo en espacios de reflexión que reúnan a representantes de la totalidad de los sectores con los habitantes, y sobre la base de la magistratura de influencia que sustenta las actuaciones de la Defensoría. Negarse a reconocer sus debilidades y oportunidades de mejora es cerrar los ojos para que, con toda razón y una buena dosis de realismo, se ponga en entredicho su supervivencia.
La magistratura de persuasión es una amplia figura sobre la que se erige la intervención asertiva y propositiva de la institución, tan amplia que, de no recurrir a la autocontención propia del juez constitucional y extensiva a la del defensor, corre el riesgo de que se le salga de las manos a la persona que ocupe el cargo.
De esta se espera la cabal sujeción a un mandato legal que no debe invadir campos de acción reservados a otros órganos, como —es penoso reconocerlo— en la historia reciente ha sucedido; pero sin que esa autocontención devenga en una presencia nula o carente de incidencia en las situaciones que claramente demanden una intervención oportuna y eficaz según sus competencias.
Treinta años constituyen un respetable camino recorrido. Revisemos la Defensoría, convoquemos a los habitantes a un gran congreso para definir la institución que queremos en los próximos años, reunamos a los grupos organizados para escuchar su visión, apostemos por el ejercicio de una ciudadanía activa como valor fundante de la institución nacional de derechos humanos.
En fin, hagamos de esta la oportunidad de oro que no se debe dejar pasar si queremos que los derechos humanos se vean favorecidos por las aportaciones de esta importante institución que, mientras en otros países se trabaja para fortalecerla, en el nuestro parece que, deliberadamente o no —me es imposible afirmarlo con certeza— la corriente parece ser su debilitamiento y hasta su desaparición. ¡Cambiemos de rumbo para no hundirnos!
El autor es abogado, politólogo y profesor en la UCR.