Usando la definición que Lawrence Kalpan ofreciera en 1992: “El fundamentalismo es una cosmovisión que resalta unas cuantas ‘verdades’ esenciales y concretas de las confesiones tradicionales, aplicándolas a continuación con sincero fervor a las realidades del siglo XX”, Grace Davie se pregunta en su libro Sociología de la religión qué grupo encaja mejor en ella: los católicos estrictos que reafirmaban la vigencia de unas normas morales conservadoras o el de los liberales laicos del Parlamento Europeo que en el 2004 reaccionaron contra las críticas que Rocco Buttiglione (representante de una posición católica conservadora) hiciera de las normas que regulaban dicha institución gubernativa.
Para la socióloga, los liberales laicos eran los fundamentalistas porque se sintieron amenazados por la relativización de sus convicciones ideológicas, si bien la opinión popular pudiera pensar de manera diversa.
Davie equipara el “credo laico” (es decir, los principios defendidos por la laïcité ) a una confesión tradicional. La razón de ello es que encuentra el origen de los principios liberales laicos en la Ilustración, cuyas premisas antirreligiosas se han transmitido de manera semejante a las tradiciones religiosas, lo que obliga –sociológicamente– a relativizar su pretensión de total imparcialidad racional. Para la autora, el principio de que la religión debe ser limitada al ámbito meramente individual –una de las premisas mantenidas por los credos laicos más tolerantes y que había sido atacada por Buttiglione– queda rebatido por la evidencia sociológica.
Si bien la autora reconoce que el carácter público de la religión se hace mucho más manifiesto por la presión del mundo islámico en Occidente, la cada vez más presente opinión religiosa en las esferas políticas (y Costa Rica no es la excepción, baste ver que en el Congreso hay varias representaciones políticas abiertamente confesionales) es una amenaza para los grupos laicos que reaccionan de manera similar (muchas veces, de manera virulenta) al cambio social, como lo hicieron algunos grupos religiosos fundamentalistas en el siglo pasado.
Visión sociológica. Esta perspectiva sociológica nos permite tomar distancia del debate que actualmente se tiene en nuestro medio, donde con facilidad las categorías de “laico” y “religioso” sirven para minusvalorar a los adversarios políticos, desviar cualquier tipo de crítica al propio grupo y reivindicarse el monopolio de la razón. El mundo es mucho más complejo de lo que parece y, por ello, resulta contraproducente limitar la posibilidad del diálogo a la defensa a ultranza de las propias convicciones, que no raramente ocultan los intereses políticos particulares o los miedos de los distintos grupos sociales. Por otro lado, esta visión sociológica nos ayuda a tomar conciencia de que nuestras posiciones pueden también ser estudiadas y categorizadas como cualquier otra realidad humana. Aunque no nos guste, es precisamente esa humanidad la que las hace dignas de atención.
Como manifestaciones del comportamiento y de la forma que tenemos los seres humanos de entender el mundo, la actitud religiosa o la liberal laica, cada una a su modo, expresan algo de lo que somos, anhelamos y soñamos como familia (o, si prefiere, como “especie”). Esa variedad nos define y no tenemos por qué negarla, ya que, si lo hacemos, condenamos a la nulidad a muchísimas personas que no piensan como nosotros.
Mecanismos de defensa. Refiriéndose a los variantes y continuos cambios de la modernidad, y a la manera en que se reacciona ante ellos, Davie comenta: “En época más reciente, las propias ideologías alternativas se han visto expuestas a presiones similares, y tanto los credos laicos como religiosos han comenzado a fragmentarse. Sin embargo, de la unión de esos fragmentos pueden obtenerse nuevas certidumbres, acaso artificiales pero, en cualquier caso, capaces de constituirse en un baluarte desde el que hacer frente a la causticidad del perpetuo cambio”. Ese es el origen, según Davie, de los nuevos fundamentalismos rivales, que no son más que una característica de la tardomodernidad, que, ante la incertidumbre social, crea mecanismos de defensa.
Es muy posible que aquí encontremos un elemento común que aúna a muchas personas en nuestro tiempo: buscamos defendernos de un mundo que evoluciona caóticamente, que crea mucha inseguridad (social, económica, cultural) y que no sabemos cómo controlar de manera eficaz. De hecho, las instituciones democráticas parlamentarias occidentales parecen ser cada vez más expresiones excelsas de ese caos, ya que prácticamente no tenemos ningún horizonte mínimo común para orientarnos, salvo uno muy perjudicial: obtener el poder e imponerse sobre otros por medio de la ley promovida por el propio grupo de fuerza.
Sin embargo, mientras luchamos por obtener ese triunfo simbólico, olvidamos que el caos producido por la injusticia organizada sigue ganando víctimas y socavando las garantías de una vida tranquila y pacífica. Lo peor que podría pasarnos es que, en el afán de encontrar un poco de estabilidad, las fuerzas fundamentalistas –laicas y religiosas– antagonicen de tal manera que se convirtieran en causa de más violencia y odio, los ingredientes básicos para una división nacional.
Muros de intolerancia. ¿Es lógico mantener la preeminencia de las “verdades ideológicas” sobre las necesidades urgentes de los seres humanos concretos que sufren la pobreza, la exclusión, la injusticia e incluso la muerte a causa de las más injustas razones? El fundamentalismo surge por la pretensión de que una determinada verdad puede salvar al mundo del caos.
En principio, esta pretensión no es una condición negativa dentro de los procesos democráticos, salvo cuando se transforma en justificación de la violencia (incluso en el mero ámbito simbólico) para mantener su fuerza. Es decir, cuando recusa el debate abierto y el derecho al disenso, así como la posibilidad de que sus posiciones sean aceptadas en un momento y rechazadas en otro: la democracia siempre será el sistema político más proclive al cambio. Si los fundamentalismos no son capaces de organizar sus verdades confesadas en razonamientos que sean dignos de consideración, perderán su capacidad de crítica social, para convertirse en muros inamovibles de intolerancia.
Es cierto que ofrecer razonamientos no es sinónimo de inerrancia, pero, cuando nos creemos infalibles absolutos, olvidamos que el ser humano es frágil, débil y limitado ( ergo , que cada uno de nosotros lo es).
El orgullo con el que muchos grupos se presentan en el debate nacional deja mucho que desear de la capacidad de comunicación que tenemos, porque ese orgullo hace entrever la pretensión de superioridad con la que se mira al que no piensa igual.
El mayor enemigo. En definitiva, ese sentimiento de superioridad es el mayor enemigo de la democracia, porque, en el fondo, desmiente la igualdad de todos los ciudadanos y, por ende, es el primer paso para negar la validez de cualquier tipo de votación, desde la nacional hasta la parlamentaria, que no concuerde con los propios ideales. Cuando eso ocurre, los cimientos de nuestra organización social comienzan a ser socavados por la sospecha, la maledicencia y la envidia. En el fondo, es la pretensión de ser autoridad incontestable la que mueve la acción política de los que así actúan: un rasgo común a cualquier dictador que niega la razón de cualquier otro.
Si creemos que la democracia, aun con sus imperfecciones, es el mejor camino para orientar la vida de la nación, debemos aceptar que el cambio es parte de nuestra vida y que, sin él, sería imposible el verdadero discernimiento sobre la realidad.
En la democracia, la única decisión sobre la que no podemos volver atrás es la de estar siempre dispuestos a rectificar nuestra visión de las cosas, si esta resulta inadecuada para construir la justicia y la paz.
El autor es franciscano conventual.