El reciente despido de la comunicadora mexicana Carmen Aristegui trae a la memoria el asesinato de tantos otros que, enfrentados a los absolutismos o las mafias, han sido silenciados, como el atentado contra la revista francesa Charlie Hebdo .
En el caso de Aristegui, no se realizó un acto terrorista, sino que se recurrió a un aparente “marco legal” que lo que pretendía en el fondo, y logró, era la mutilación de un espacio crítico. El método no es nuevo: se une a la práctica común de usurpar estamentos democráticos para prostituirlos, como cuando se corrompen instituciones o funcionarios, se imponen censuras o coerciones, o se lesionan la ética o a las mismas personas.
Lo que le ha sucedido a tantos periodistas como a ciudadanos, a Carmen Aristegui y a Charlie Hebdo , se extiende a otros contextos de Latinoamérica, donde se actúa (o se ha actuado) de manera similar ante el que piensa distinto, denuncia y cuestiona.
Estos hechos deben llamar la atención de la sociedad costarricense, donde se ha vuelto costumbre el intento, a veces sin disimulo, ya sea por parte de las autoridades del Gobierno (que incluso institucionalizan una policía para el control político) o de los particulares, de amordazar al que pregunta, al que critica, al que piensa distinto, al que hace evidente la mediocridad, la ineptitud, las contradicciones y las acciones del corrupto.
Individuos. La libertad de expresarse nace de reconocer nuestra condición existencial, puesto que adquiere fundamento en la posibilidad que tenemos de sentirnos y sabernos distintos, de que nuestra particularidad pueda expresarse libremente. Ahí se encuentra, en esa condición de la especie humana, lo que hace de cada individuo un individuo. En otras palabras –cosa que se olvida con frecuencia–, la libertad de expresión está vinculada orgánicamente al cuerpo sensible de las personas –y no a los tratados, las normativas o la retórica de lo políticamente correcto–, puesto que ahí yace la posibilidad que cada quien tiene de poder ser como quiera a partir de sí mismo, de lo que siente y vive, de sus gustos, su visión de mundo, sus querencias y su percepción.
Estrechamente ligado a la libertad de expresarse, está el asumir que no hay verdades únicas ni eternas, que no hay una sola realidad ni una sola lectura de ella ni de nosotros, que no hay una sola voz, sino muchas, siendo el sentido crítico, la ironía y el disentir, prácticas esenciales ineludibles para cualquier sistema político que se reconozca a sí mismo como plural.
Ante estos derroteros de la pluralidad, no es extraño que para el dogmático, el engreído y el tirano, para el corrupto y el que impone una visión totalizante, la pregunta siempre sea molesta, la duda perturbadora, el argumentar en contra o el decir “no” incomoden, como lo hacen también, para todos ellos, la ética y la coherencia.
El conjunto de estos hechos, que se han vuelto cotidianos, nos obliga a repensar con urgencia qué modelo de sociedad queremos, qué es lo que nos ha llevado a vivir en una cultura de amenaza, impunidad, censura, complicidad y silencio.
La degradación que padecemos, tanto en lo social como en lo individual, nos obliga a reflexionar a fondo, ya no solo en la búsqueda de una definición de sociedad o de persona, sino de cuáles elementos debemos integrar para tener un cambio cultural que “rescate”, con otros ojos y en esta época, el bien común, los derechos humanos y la misma sociedad, que se derruye y está enferma.
Acallar un espacio crítico o informativo no solo atenta contra la sociedad misma, sino que lesionan el sentido de lo que somos, como personas y como convivencia.
El autor es escritor.