Tengo 45 años de recorrer los caminos de la política y de trabajar, cada día, por un destino mejor para Costa Rica, para América Latina y para el mundo.
Fui presidente de la República para pensar siempre en grande, para educar, orientar, guiar y resolver problemas. Pero, sobre todo, para señalar rumbos y destinos.
Fui mandatario porque quise construir una ética pública que pusiera siempre el interés general por encima de todo, una ética que me diera la fuerza para jamás doblegarme en la defensa de mis convicciones, una ética que acentúe los valores que hemos ido perdiendo con el tiempo, como la honestidad, la responsabilidad, la integridad, la solidaridad, la compasión y la generosidad.
En estos 45 años, crecí y maduré sirviéndole a mi país. Poblé mi cabeza de canas luchando por mis sueños, defendiendo la democracia, protegiendo la libertad, cultivando el arte y la cultura, fortaleciendo la educación, intentando convertir a Costa Rica en un país neutral en emisión de carbono, promoviendo la competencia y la seguridad jurídica, construyendo infraestructura, asumiendo el reto de insertar nuestra pequeña economía en la economía mundial, persiguiendo la paz e impulsando el desarme.
La pacificación de Centroamérica y la aprobación en las Naciones Unidas de un Tratado sobre el Comercio de Armas son las luchas más hermosas que he dado por mi país.
La mayor enseñanza que me dejó la lucha por la paz en Centroamérica es que debemos construir en las aulas el mundo que queremos ver en las calles.
A la juventud se le educa en un mundo cuyo avance histórico parece medirse solo en triunfos bélicos y campañas militares. Esto también es así en Latinoamérica, en donde los estudiantes son más capaces de narrar las glorias de caudillos tropicales, que la vida de los luchadores por la paz mundial.
Esto es preocupante porque si hacemos de la paz una asignación extracurricular, acabará por ser una actitud extracurricular, una rareza de los bohemios, de los espíritus quijotescos y de los soñadores, y no la misión del ser humano.
En mi lucha por la paz mi inspiración me la dio Jorge Debravo cuando dijo: “La paz no es una medalla/ la paz es una tierra esclavizada/ y tenemos que ir a libertarla”.
Victoria. El pasado 25 de agosto nos reunimos en Cancún los 72 países que ya hemos ratificado el Tratado sobre el Comercio de Armas para enviar un mensaje.
Un mensaje que le decía al mundo que miraran hacia la montaña más alta de cada uno de estos 72 países porque allí se había encendido una hoguera como una señal de victoria, como un triunfo de la diplomacia frente a la violencia.
Yo fui invitado a participar por haber sido la primera persona en encender el fuego que hoy arde en las hogueras de esos 72 países.
La luz que brilla en esas hogueras con el paso del tiempo cambiará al mundo y salvará millones de vidas.
El Tratado sobre el Comercio de Armas es, sin duda alguna, la mayor contribución de la diplomacia costarricense, en toda su historia, a la humanidad.
A lo largo de mi carrera política, con prudencia y perseverancia, puse mi conocimiento y experiencia al servicio de mi pueblo.
Le entregué a mi país los mejores años de mi vida, y en lugar de arrepentirme lo agradezco, porque sé que salí ganando en el trato. Los costarricenses me dieron a cambio más de lo que merezco y más de lo que pedía.
Me ofrecieron su confianza y me permitieron ser su presidente en dos ocasiones. 45 años de carrera política no pasan en vano, no se escriben en la arena, sino en la piedra maciza.
Tengo mucho de qué estar agradecido: dos hijos maravillosos que, con su sola existencia, justifican la mía, y un hermano inteligente y honesto que me prestó uno de sus hombros para cargar juntos las esperanzas de Costa Rica.
Mi memoria está poblada hasta el último resquicio de remembranzas gratas, pero también he recibido críticas.
A aquellos que me criticaron les ofrezco mi profundo agradecimiento porque en vez de debilitarme fortalecieron y robustecieron aún más mis valores y mis principios.
Defendí, y defiendo, lo que siempre he creído es lo mejor para Costa Rica. En mi larga cruzada política, nunca bajé los brazos. Nunca entregué mis banderas. Nunca me rendí, aun en medio de una noche negra y sin estrellas.
Satisfacción. La vida me enseñó que no hay valentía en la evasión, sino en la superación; que no hay mérito en la suerte de no topar con problemas, sino en la voluntad de buscarles solución.
Eso me llevó a pedirle siempre a Dios lo mismo que le pedía Tagore: “No me dejéis rezar por encontrar refugio frente a los peligros, sino para no sentir miedo cuando los enfrente. No me dejéis implorar por alivio para mi dolor, sino por el corazón para conquistarlo. No me dejéis buscar aliados en el campo de batalla de la vida, sino buscar mi propia fuerza. No me dejéis huir”.
Luego de 45 años de haber dado mis primeros pasos en la política puedo asegurar que me siento sanamente satisfecho. La vida me permitió perseguir cometas pero también decir la verdad.
Nunca les mentí a los costarricenses. Siempre he dicho lo que pienso y creo haber sembrado ideas. Si acepté aspirar a la presidencia de la República una segunda vez fue precisamente porque sé que tengo el valor para tomar decisiones, no importa cuán difíciles sean, consciente de que ocupar cargos públicos es beber diariamente un vino que a veces es dulce y a veces amargo, que a veces embriaga y a veces envenena, que a veces sana y a veces lastima.
La política es el vino de la vida sin decantar, y sin duda ocasiona heridas por las que uno aprende a respirar.
A los hombres, como a los pueblos, el tiempo les da un número limitado de recuerdos. ¡Hay tantos pasos que se pierden en los callejones del olvido! Días que se vuelven espejos de otros días, momentos que se empañan como vidrios en la niebla.
De todos los eventos que conforman una historia, ¿cuántos podremos evocar en el párrafo final de nuestras vidas?
Yo no sé qué palabras habrán de componer mi último pensamiento, ni sé qué imágenes poblarán los paisajes detrás de las montañas, tan solo sé que 45 años de servirle a este país se salvarán entre las grietas del tiempo.
Aunque vengan rostros nuevos a mi mente, o vengan luces nuevas a invadir mi memoria, no podrán borrar el recuerdo de haber sido presidente dos veces de este hermoso país.
No olvidaré jamás la imagen de los niños agitando banderas en el borde del camino. No olvidaré jamás el sonido de las sonrisas y las palabras de afecto de las madres.
No olvidaré jamás las bendiciones de los ancianos y el abrazo de los jóvenes. No olvidaré jamás las muestras de gratitud, de ayer y de hoy, que son como una sinfonía de ilusión y de esperanza.
Todos estos recuerdos se agolpan en mi mente, como un acordeón cargado de notas viejas. Y sin embargo no siento nostalgia porque creo que después de mi última administración le enseñé a este pueblo que Costa Rica puede siempre reinventarse, que puede siempre revisar el telar que teje el manto de su historia. Que somos un pueblo que puede mirar al futuro sin temor y que nunca debe perder la esperanza.
Yo no sé los paisajes que aguardan detrás de las montañas del tiempo. Tan solo sé que el mundo ríe cuando uno puede levantar la frente al cielo y decir con orgullo: ¡Bendita sea la vida que me ha permitido habitar durante 45 años este vértice de la historia! ¡Bendita sea la vida que ha guiado mis pasos al lugar más hermoso que jamás he visto: al corazón del pueblo de Costa Rica! ¡Bendita sea la vida por el honor de servirle a los costarricenses y por la dicha de construir, junto a ellos, mis sueños!
Después de haber citado a Jorge Debravo, mi héroe costarricense, quiero terminar con un verso de Antonio Machado, mi héroe español:
¡Qué importa un día!/ Está el ayer alerto/ al mañana, mañana al infinito (…)/ ni el pasado ha muerto/ ni está el mañana –ni el ayer– escrito.
Óscar Arias Sánchez ha sido presidente de la República en dos ocasiones y ganó el Premio Nobel de la Paz en 1987.