El otro día me tropecé con el programa de televisión más apasionante, difícil de comprender y duro de asimilar que he visto en mi vida. Si intento expresar algo de la experiencia vivida, que fue de un alto nivel espiritual, con palabras triviales, no es solo porque los extremos se juntan, sino también porque todavía no me he recuperado completamente de ella. Digamos, para comenzar, que una monja de clausura me pegó una revolcada que nada tiene que envidiarle a la que doña Inés, aquella del alma mía, le pegó al don Juan Tenorio de Zorrilla. Así como el invencible conquistador de mujeres sucumbió ante los encantos de doña Inés, yo impasible espectador de cientos de programas de Televisión Española, desde audaces revelaciones transexuales, hasta refinados diálogos políticos con Felipe González, Alvarez Cascos o Jordi Pujol, fui conmovido como nunca por la sutileza, piedad e inteligencia de una monja que me habló desde un mundo tan lejano, como si proviniera de otra galaxia .
Me tropecé con sor María Araceli Abos en un desayuno de la TVE, de esos que comienzan muy de mañana y que a veces capturo un poco tarde. Tal vez por eso, al inicio no comprendía bien lo que veía en la pantalla: una señora un tanto vieja, con cara de tonta y sonrisa ingenua conversando con tres agudos periodistas. No había pasado ni un minuto cuando ya estaba arrepentido de mi soberbia, tragándome las palabras y paralizado en la silla de tal modo, que no pude moverme de ella el resto del programa. Jamás en mi vida he escuchado a un ser humano hablar con una fuerza espiritual tan extraordinaria como la de esta monja. Confieso que tuve enormes problemas para asimilar plenamente todas las cosas que dijo y mi único consuelo fue ver que también los tres periodistas lucían como enanos desconcertados frente a aquella bellísima Blanca Nieves del Santo Espíritu.
Por eso, si ahora al relatar a ustedes lo que vi, escuché y sentí en este extraordinario programa de televisión, resulto confuso y poco elocuente, es porque tengo la certeza de que no podré ser fiel a las palabras de esta monja prodigiosa, con el mismo dolor que debe haber sentido don Juan Tenorio, cuando al alejarse para siempre de su doña Inés del alma mía, saltando por un balcón sevillano y cruzando el Guadalquivir, sabía que lo hacía para seguir pecando con otras mujeres mientras tuviera vida en este mundo. A pesar de ello, intentaré describir los elementos que me parecieron más importantes en el universo de sor Araceli, monja de clausura que vive día y noche orando por la paz del mundo. No está en Ruanda, con otras monjas españolas, arriesgando su vida para socorrer a los pobres negritos africanos que mueren de hambre o bajo las balas fraticidas. No, sor Araceli pertenece a una congregación orante y su existir es una apasionada entrega a Cristo al practicar la oración, lo cual le ha permitido encontrar la paz dentro de las estrechas paredes de su celda, gracias al constante diálogo, que por años, ha mantenido con su dios.
En la historia de España han sido frecuentes las monjas que han jugado papeles políticos decisivos desde el interior de sus conventos, como aquella de Agreda que terminó derrotando al poderoso Conde Duque de Olivares, valido de Felipe IV en el siglo XVII y la otra no menos peligrosa Madre Patrocinio, capaz, en tiempos de Isabel II, de poner en peligro la estabilidad de los gobiernos de los espadones favoritos de la tequiosa reina. Pero nuestra sor Araceli me parece mucho más fuerte que todas ellas. Para comenzar, se trata de una monja que luce ingenua, pero que es más lista de lo que uno pueda imaginar. Bien educada, con estudios universitarios en Ciencias Económicas, conocedora del mundo de la comunicación y de Internet, se mantiene al día escuchando a las 11 de la mañana las noticias de Radio Nacional de España y mirando la televisión, cuando lo considera necesario para mejor cumplir su misión.
De sus estudios de economía ha sacado una norma de acción que rige su vida: buscar el máximo rendimiento con el menor costo. Pero nada de esto es lo que la hace tan importante y poderosa, sino la naturaleza espiritual de su misión en este mundo. Desde las cuatro estrechas paredes de su celda de clausura esta monja nos ha dicho ser capaz de irradiar una energía tan poderosa como para viajar hasta los últimos rincones del mundo, alimentando con la riqueza de su alma a todos aquellos cristianos que están cumpliendo, en lugares más peligrosos que el suyo, con el mandato supremo de Jesús de amar al prójimo como a ti mismo.
Entenderán ahora por qué les digo que estoy confuso, pues tanto los tres periodistas como yo, estuvimos de acuerdo en que la monja no mentía ni exageraba cuando decía estas cosas. Podría seguir hablando de sor Araceli por páginas de páginas, pero no creo poder agregar a lo dicho nada sustancial. Sin embargo, para terminar quiero resaltar que sor Araceli nos ha demostrado que es posible tanto desde una celda de clausura, como una diputación en la Asamblea Legislativa, una aula universitaria, un tramo en el mercado o una columna en un periódico, contribuir, cada uno en su medida, a resolver el mayor problema --obviamente moral-- que plantea nuestro tiempo: superar este mundo convulso, egoísta y violento de hoy, para construir uno alternativo que el día de mañana nos proporcione el disfrute de una amplia fraternidad que permita la unión de todos los seres humanos; para colaborar en esta hermosa tarea tan solo necesitamos, al cumplir con nuestro trabajo diario, sacar lo mejor que haya en nosotros bien sea orando, legislando, enseñando, vendiendo verduras o escribiendo en un periódico, para entregarlo con amor a los demás.