Pensé que mi breve relación con el mundo de las hormigas había comenzado y terminado con el artículo sobre el supuesto robo hormiga que se produjo en una bodega del Consejo Nacional de Producción (15/8/2022). No obstante, con incómoda sorpresa y un inevitable sentimiento de culpa, una nota publicada en este periódico el lunes 29 de agosto me advierte de que un ejército de insectos cavó profundos túneles en la socavada madriguera de mis finanzas.
Pero lo que colmó mi bochorno y mordió mi autoestima fue enterarme de que yo mismo adiestré, con consumada eficacia, y abastecí de armas al hormigueante ejército, por lo que en estas líneas deseo prevenir a los ciudadanos para que no reproduzcan mi vergonzosa conducta.
La guerra que libro es contra el gasto hormiga, y consiste en una feroz batalla contra los pequeños y rutinarios gastos que realizo a modo de autómata revestido de carne y hueso. Vacían mis bolsillos alegre y silenciosamente, y yo, muy complacido de satisfacer mis antojos y caprichos, no reparo en el implacable drenaje que causo a mi peculio.
En el caso de quien escribe, el dinero es golosamente derrochado en una cantidad de tazas de café y repostería en cuanto local huelo el aroma del grano y miro las dulces formas de arrollados, queques de zanahoria y empanadas de piña.
Otros consuman su goteo financiero los viernes por la noche y una buena cantidad abre el grifo en compras de cosillas que al final del mes representan miles de colones. Si como dice el artículo uno se resolviera a sumar el gasto hormiga cada quince o treinta días se horrorizará ante la vista del sumidero por el que se vacían nuestros bolsillos y se encoge de asfixia la tarjeta.
La reveladora nota también dice que la cuestión del gasto innecesario no se empareja con el natural deseo de darse un ocasional gusto para desagraviarnos de los sinsabores con los que combustibles, precios, vida y cotidianeidad nos fustigan.
Aún más, gratificarse es una saludable conducta, y nos confirma íntimamente como personas merecedoras, si no de una ventura continua e imposible, por lo menos en el irrenunciable anhelo de merendar un buen bocado de bienestar interior cuando el bolsillo lo consienta.
El gasto adquiere la propiedad del hormiguero cuando se torna incontinente y llega a mirarse como algo irremplazable y necesario. Fue esta última reflexión la que me reveló aquello que, estando ante mis ojos, no veía: que las hormigas derrochadoras eligieron excavar sus corrosivos túneles en una superficie viva y palpitante, en ocasiones rematadamente despistada y siempre en estado de agitación: nuestra cabeza.
Situada en la cima del cuerpo puede arrojarnos al más abyecto fondo con sus juicios. Protegida por una dura corteza craneal, algunas veces consigue desgarrar la fortaleza ósea y derramarse en conductas que desafían la sensatez.
Rica en raciocinio, es incapaz de ahorrar a mis pensamientos los gastos hormiga en que incurro cuando pienso infructuosamente el mismo asunto una y otra vez, como si el convulsivo desasosiego representara la solución en vez de una erosión.
Semejante al egreso material, el gasto hormiga emocional es machacón y desordenado, y salta en mi cerebro tanto si estoy en camino como sentado, y vacía con tanta rapidez las arcas de mi cabeza que en un instante me despoja de mi pensamiento anterior.
Estas zompopas de la mente me empobrecen tanto como las que me apremian a gastar en cosas o a consumir café y tosteles como si no hubiera un mañana. Las cavilaciones que me ha provocado el artículo me condujeron a tomar la rigurosa determinación de convertir el gasto hormiga en un acontecimiento esporádico, es decir, en un comportamiento que no dependa de arrebatos consumistas, sino de la moderación a que obligan los magullados salarios y pensiones.
Animo con entusiasmo a practicar los siete consejos que se publican en la nota periodística para “fumigar” el gasto hormiga: los he cumplido durante dos semanas, y el contante y sonante resultado lo guardo con infantil alegría en una cajita de plástico.
Si las hormigas de la cabeza saltan con fuerza y producen un olvido de su propósito, atienda mi consejo número ocho: mire el lugar donde usted comete sus gastos hormiga como una invitación a las penurias de fin de quincena o de mes, y continúe su marcha con estoica actitud, así lo hago ahora cuando el olor de una cafetería me tienta y un queque de zanahoria intenta seducirme con su dulce piel.
El autor es educador pensionado.
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Gastar en tazas de café y repostería, tales como arrollados, queques de zanahoria y empanadas de piña, drena las finanzas del autor. (Shutterstock)