Existen múltiples versiones del mito del diluvio, según los credos y las civilizaciones, pero en el centro de cada historia siempre figura la imagen de un hombre esperando pacientemente una señal de vida, quien, a pesar de los augurios, confía y espera. En esa vigilia, adonde aún no llega el olivo y la incredulidad socava el anhelo, se evidencia el carácter de una persona y de un pueblo.
Colombia es como un Noé aferrado a la proa del arca. Un país en espera de una señal, cansado del diluvio y del estrago, y al mismo tiempo asediado por el pesimismo de quienes desconfían del éxito de las conversaciones en La Habana.
Conozco los desafíos de la paz; sé que los acuerdos que ponen fin a la violencia tienen siempre aliados y detractores. Y sé, porque lo he vivido, que en toda negociación algunas voces alimentan la fe y otras siembran la desesperanza.
Respaldo y recelo. Algunos consideran las negociaciones como una expresión de ingenuidad, que no existe acuerdo posible con los agresores y la única salida realista es apostarle al exterminio de las fuerzas enemigas. Otros creen que es un error extender la mano a grupos que han incumplido acuerdos alcanzados en el pasado. Varios sostienen que un cese al fuego solo es deseable bajo ciertas condiciones. Sin embargo, todo conflicto armado que ha sido resuelto mediante la negociación y la diplomacia se encontró, en algún momento, exactamente donde está hoy Colombia: entre el respaldo y el recelo.
No dudo de que la gran mayoría de quienes vacilan ante un potencial acuerdo de paz en La Habana actúen de buena fe. Sería necio creer que únicamente un bando tiene la razón absoluta, o que algunos exhiben toda la visión y otros padecen la entera miopía. Vendrá el momento en que se evaluará la postura de quienes favorecieron u obstaculizaron este proceso, y será cuando la paz en Colombia parecerá un resultado inevitable. Para alcanzar ese día, sin embargo, es necesario garantizar una paz duradera, irreversible; una paz que, parafraseando a Octavio Paz, no solo logre desplegar sus alas sino también echar raíces.
Paz con concesiones. Para lograr una paz duradera se requiere la voluntad de hacer concesiones, lo cual puede ser doloroso y políticamente problemático. La opinión pública tiende a estar en contra de ceder terreno al adversario. Con demasiada frecuencia, las negociaciones se plantean como juegos de suma cero, en donde una parte gana y otra pierde la totalidad del botín. En la realidad, un proceso de paz solo puede ser exitoso en la medida en que ambos bandos ganen y ambos bandos pierdan. Quiero enfatizar esto: la única paz posible es una paz con concesiones.
Esto es importante porque, si queremos respaldar el proceso de negociación, debemos apoyar también las decisiones adoptadas y las concesiones acordadas por los representantes de las dos partes. Esto precisa mucha madurez y sobriedad de carácter. Se necesita la capacidad de abandonar una idea inalcanzable a cambio de una realidad factible. Requiere un cambio de paradigma: en lugar de enfocarnos en lo máximo que quisiéramos obtener, debemos enfocarnos en lo mínimo que podemos aceptar.
La concesión más difícil quizás sea la relativa al balance entre la justicia y el perdón. Ambos valores son fundamentales para la vida en sociedad. Sin embargo, todo negociador de paz sabe que un acuerdo implica un equilibrio entre el reconocimiento de los horrores cometidos y el señalamiento de los responsables, y el riesgo de que el impulso por otorgar castigo se convierta en un obstáculo para lograr el fin de la guerra. Por duro que parezca, una sociedad en guerra eventualmente deberá elegir entre sancionar el pasado o habilitar el futuro.
¿Cómo honrar el dolor? Siempre habrá quienes digan que la impunidad es incompatible con la paz. Y llevan algo de razón. Los acuerdos que se registran en la historia combinan, en distintas proporciones, un grado de sanción con un grado de amnistía. El punto es que “cierto grado” de perdón es intrínseco al proceso de negociación, por el solo hecho de que es irracional pedirle a un actor acceder a condiciones que únicamente lo perjudican.
Este es el punto central en materia de apoyo popular y el área donde la tarea de persuasión es más delicada. Únicamente los colombianos pueden decidir cuáles condiciones resultan aceptables. He visto encuestas que reflejan una visión muy conservadora del respaldo del pueblo colombiano a los resultados de La Habana. No quisiera que los esfuerzos de la negociación, que ha tomado años, naufraguen ante una aspiración de castigo que, con acuerdos de paz o sin ellos, difícilmente será satisfecha. No hay nada más legítimo que la ira causada por la muerte de inocentes, ni más genuino que el dolor de cientos de miles de víctimas. Debe encontrarse una manera de honrar ese dolor y de responder a esa ira sin perder la oportunidad de la pacificación.
Oportunidad es limitada. Muchas veces he dicho que la paz no es fruto de la impaciencia, pero mucho menos del perfeccionismo y la postergación. Las partes deben sentir que tienen tiempo para decidir, mas ese tiempo tiene término. La atención del mundo es breve, los recursos son escasos y otras prioridades compiten con los esfuerzos por alcanzar la paz. Muchas discusiones que previenen de la firma de un acuerdo son, en realidad, discusiones de implementación.
La violencia se alimenta de la pobreza, de la inequidad, de la falta de oportunidades, de la marginación. El éxito de un acuerdo de paz depende de un proyecto de desarrollo que reciba todo el respaldo nacional e internacional. Para cientos de miles de colombianos, la paz solo puede venir en la forma de pan, medicinas y carreteras. En particular, en las zonas rurales, la paz a largo plazo depende de la inversión social, mucho más que de los detalles de un potencial acuerdo en La Habana.
Proyecto de largo aliento. La gran paradoja es que, una vez que se alcanza la paz, la comunidad internacional tiende a castigar el éxito con menos atención y menores recursos. De ahí la importancia de programar, desde ahora, un plan de cooperación que no solo ayude en la logística de la paz inmediata, sino que se comprometa a acompañar a Colombia en la construcción de una paz duradera. Desde el día en que se firme un acuerdo y durante décadas, es necesario concebir la paz como un proyecto de largo aliento, sostenido sobre el desarrollo y sobre la creación de oportunidades.
Lo he dicho muchas veces y lo creo hoy más que nunca: ha llegado la hora de la paz en Colombia. Ha llegado el fin del diluvio. Aunque un océano interminable se extienda hasta el final del horizonte, aunque los nubarrones oculten los vestigios del arcoíris, un olivo crece más allá, en una isla del Caribe.
Ojalá este pueblo sepa tornar su vista a la alborada. Ojalá se aferre, como Noé, al borde del arca, sostenido sobre la fe de un futuro mejor y la promesa de una nueva alianza; una alianza con la vida, con el desarrollo, con la libertad, con la democracia. Una alianza con la paz, la paz sin descanso, la paz duradera.