Leí, uno de estos días, el obituario de Ruth Rendell, a quien se califica de “gran dama de la novela negra”. El cable, datado en Londres, comete una equivocación: Rendell nunca escribió novela negra, sino policial clásico… que es todo lo contrario.
Esta clase de anécdotas, con sus variantes espacio-temporales, no dejan de reiterarse. A Borges lo celebró mucha gente por un poema sobre la felicidad que no escribió y de García Márquez fue muy elogiada una carta que habla de su muerte, carta que Gabo negó entre maldiciones.
Liszt, por ejemplo, es famoso por la Rapsodia húngara N.° 2 , una melodía popular que recogió de la calle y a la que dio forma musical, y Albert Einstein por la frase “todo es relativo” que él refutó sin éxito, mientras a Baudelaire lo exaltaron por un título marquetinero – Las flores del mal –, y se omitió el contenido creativo de su poemario, algo que venía unas páginas después. Asimismo, Newton fue subido a la cumbre de los inmortales por la caída de una manzana que parece no haber caído.
Falsas atribuciones, pifias, juicios de valor a la carrera o interpretaciones que la posteridad inventa y que los grandes personajes pagan al contado y que nos revelan, por el absurdo, la vera construcción de la fama.
El famoso tendría razón en quejarse del trato injusto que, al fin y al cabo, termina donándole una gloria que no es suya. ¿O será –no descartemos– una venganza de la historia a la hora de tramitar su entusiasmo por los personajes encima del promedio?
Y ni qué decir de las frases célebres de nuestros antepasados que merecen una duda, sí, ya que fueron dichas en medio de una batalla o en el mismísimo lecho de muerte y están demasiado redondeadas y pulidas como para que creamos ese cuento.
(*) Víctor J. Flury es escritor.