Como todos sabemos, manejar en San José significa ser constantemente agredido, pasiva o activamente. Insultado, violado, irrespetado, ignorado. Las transgresiones a las leyes de tránsito se han convertido en una especie de “oficialidad”, o de irónica tácita legalidad: se asume, a priori, que manejar equivale a transgredir.
Las bocinas espetan, como desquijaradas bocazas, sus eructos, su vómito sonoro que horada los tímpanos. Los conductores gesticulan simiescamente, sacan el pecho, se golpean los pectorales, se infligen miradas desafiantes, y el numen lírico para la elaboración de denuestos es, simplemente, inagotable. Un verdadero hontanar del ingenio escatológico, sexista, homofóbico, xenofóbico, procaz.
Las presas incendian los nervios de los conductores, la atmósfera se llena de dióxido de carbono, la agresión es auditiva, visual, olfativa y además atenta a la motilidad misma, en la medida en que nos sentimos paralizados, congelados, sumidos en la claustrofobia del embotellamiento.
Desprogramado. Mi amigo taxista me había conducido desde el Museo de Arte Costarricense, en La Sabana, hasta el condominio Freses, en Curridabat. Recorrer tal trayecto le había consumido tres horas: el tiempo que toma un vuelo de San José a Houston.
En el transcurso de este épico periplo, fue objeto de toda suerte de vituperios. Madrazos, alusiones a su sexualidad, palabrotas cuya sonoridad misma –onomatopéyica– evoca las peores cosas que sea dable concebir, afrentas a su honor, vociferaciones, pitazos de esos que lo dejan a uno momentáneamente sordo y desorientado, y, de nuevo, más insultos, producto de una imaginación ubérrima, inagotable: perífrasis, onomatopeyas, metáforas, metonimias… un arsenal retórico que se hubiera deseado Homero para el más inspirado de sus días.
Pero mi amigo seguía imperturbable. Ni siquiera volvía a ver a aquellos que lo vejaban. Iba inmerso en una especie de burbuja impenetrable, en un espacio de absoluta invulnerabilidad psíquica. Si hasta yo, que no manejaba el vehículo, tenía que forzarme a reprimir a duras penas mi deseo de reciprocar la inmundicia con porquerías doblemente abyectas, ¿cómo era posible que mi amigo permaneciese sereno, luminoso, por poco ataráxico?
“¿No le dan ganas de responder a esta manga de pachucos, cuando lo insultan así? Aún más, ¿no se siente usted tentado a bajarse del carro y enfrentarlos? ¿No quisiera usted, en estos momentos, ser Harry el Sucio y proceder, con la frialdad y circunspección de Clint Eastwood, a darles su merecido?”, y me temblaba la voz, de la ira.
Mi amigo sonrió. “Ha visto usted demasiadas películas, compañero. A mí también me gusta mucho Clint Eastwood. Soy uno de sus grandes admiradores, en particular cuando hace de Harry el Sucio. Pero no, amigo, no haría lo que usted me está diciendo. Ya he desprogramado de mí la reacción de furia automática ante el insulto. No fue fácil, pero lo he logrado. Veintidós años de manejar taxi, en esta ciudad, le enseñan a uno muchas cosas.
”Alguna vez vi, en Animal Planet, un documental sobre el armiño de las nieves: usted sabe, el animalito cazado por la blancura y belleza de su pelambre. No es una criaturita inofensiva, ¿sabe usted? De hecho, es uno de los más eficientes y voraces carnívoros sobre la faz del planeta. Pero tiene una particularidad, una debilidad, un rasgo que lo hace vulnerable. Cuida su guarida con especial esmero. La mantiene inmaculada. Le tiene horror a la suciedad.
”Es como si el animalito fuera capaz de algo así como una de intuición de lo sagrado –por curioso que parezca– e hiciera de su morada un templo: ¡Es más de lo que se puede decir de la vasta mayoría de los seres humanos! Sí, sí, ya sé que un animal no puede experimentar lo sacro porque no comprende lo que es trascendencia: todo en él es inmanencia… y, sin embargo, cuando uno ve los ritos colectivos de ciertas especies no puede menos que preguntarse si no detentan más secretos de los que uno cree.
”Pues figúrese usted que ese culto por la limpieza se constituyó, en manos de sus cazadores, en su perdición. Descubrían sus guaridas en la nieve, y las ensuciaban con fango, basura, toda suerte de inmundicias. Cuando el animalito regresaba, se negaba a entrar, a fin de no contaminarse de toda aquella porquería. Prefería quedarse a la intemperie, aun cuando se sabía perseguido. Y ahí lo abatían, generalmente a golpes, para no desgarrar la piel con un balazo. Una muerte lenta y atroz. Ahí, a dos palmos del refugio donde pudo haber salvado su vida, en el umbral mismo de su salvación. Pero para él era preferible morir que ensuciarse.
”Y yo me digo, compañero: si un simple animalito de Dios es capaz de semejante gesto, de tal dignidad y orgullo, si en algún rincón de su diminuto cerebro entiende lo que significa degradarse –bajarse al nivel de los agresores– y faltarse el respeto a sí mismo, ¿cómo podría yo ser menos que él?
”Eso cambió mi vida. Lo que no habían logrado ni la religión, ni los consejos de los amigos, ni los libros de autoayuda, ni años de experiencia, ni los tranquilizantes, lo logró ver aquel ejemplo de conducta animal. No puedo, no debo, no quiero ser un subarmiño, amigo, ¿me entiende usted?”
No sé si lo entiendo plenamente. Pero intuyo que podría haber escuchado una de las parábolas más bellas de mi vida. Le prometí reflexionar al respecto y compartirla con mis lectores.
El autor es pianista y escritor.