La exministra de Hacienda Rocío Aguilar habló al país con indudable franqueza al describir la crítica condición de las finanzas públicas y los sacrificios necesarios para evitar el despeñadero. Su sincero diagnóstico dio credibilidad a los compromisos asumidos con respaldo del presidente, Carlos Alvarado. La ministra cumplió cuanto fue posible, pero los traspiés de las políticas de reordenamiento en la Caja Costarricense de Seguro Social (CCSS) y, recientemente, en las universidades, son evidentes.
Pese a la bien ganada confianza, hay razones para dudar de la explicación dada por la funcionaria al presentar su renuncia. La Contraloría General de la República recomendó imponerle una sanción de 30 días por la valiente decisión de pagar deuda pública sin autorización legislativa para impedir la caída del país en mora, pero solo el más ingenuo descartará el peso de los acontecimientos anteriores sobre su dimisión.
La discreción de la exministra, dictada por la lealtad al mandatario y a sus compañeros de gobierno, apenas disimula su creciente disconformidad con negociaciones ejecutadas a sus espaldas. Para más inri, el ministro de la Presidencia, Víctor Morales Mora, proclamó públicamente, ante los diputados, su convicción de que no había necesidad de consultar con ella y su colega de Planificación el acuerdo alcanzado con los sindicatos de la CCSS para consentir la violación de la ley fiscal mientras los tribunales se pronunciaban sobre un pretendido juicio de lesividad.
Según Morales, las preguntas de los diputados sobre la falta de consultas respondían al ánimo “de hacer ver una contradicción y la existencia de conflictos”. Pero las contradicciones y conflictos se hicieron evidentes en más de una oportunidad. La salida de Aguilar, pese a los intentos desplegados a última hora por el mandatario para retenerla, no es ajena a los desacuerdos y a su desafortunado desenlace.
El momento es crítico. El presidente está, de nuevo, obligado a señalar un camino difícil de transitar por algunos copartidarios y miembros del gabinete, o dar un golpe de timón, arriesgando los avances conseguidos con grandes sacrificios y desgaste político. El nombramiento del sustituto de Aguilar enviará una clara señal al respecto. Igualmente esclarecedoras serán las renuncias. Si se dan, delatarán cuál bando siente colmadas sus aspiraciones.
El camino del mandatario ha sido difícil. Lo ha recorrido con valentía la mayor parte del tiempo. En su ánimo reformista, está la posibilidad de construir un legado histórico. Las fuerzas contrarias al cambio están debilitadas. Nunca fueron mayoritarias y también han gastado su capital político. A diferencia del gobierno, carecen de logros que mostrar a cambio. No es hora de ceder en el empeño de transformar a Costa Rica para despejar el camino del progreso.
Un cambio de rumbo, en procura de una tranquilidad ilusoria y cortoplacista, romperá la fértil cooperación con la Asamblea Legislativa, alienará a sectores comprometidos con las reformas promovidas por el gobierno y desgranará el gabinete de unidad nacional ideado por el mandatario para enfrentar, con éxito, la grave situación heredada de su antecesor, cuya administración se dedicó a mantener la calma a cualquier costo y casi arruina al país en el intento.
Costa Rica necesita recuperar la confianza. Sin ella, no habrá reactivación económica. La respuesta al desempleo y otros flagelos sociales no depende de complacer a la burocracia privilegiada, sino de la inversión y el empuje empresarial en toda escala. Ojalá la administración no cese en el empeño desplegado hasta ahora y deje de mandar señales equivocadas. Una decena de diputados y el aplauso de sectores cuyos excesos ya produjeron hartazgo están lejos de constituir una base sólida para construir un legado.