No era fácil preverlo. El senador Helms y el congresista Burton siempre contaron con el terco rechazo de Castro a las reformas democráticas para conseguir la aprobación de la ley que endurecía el embargo contra la dictadura cubana, pero jamás soñaron que el Máximo Líder utilizaría su propia fuerza aérea para galvanizar tras el polémico proyecto al presidente Clinton y a las tres cuartas partes del Congreso y del Senado americanos. Fue tan imbécil el derribo de las dos avionetas desarmadas de Hermanos al Rescate, que no faltan hasta quienes piensan que se trató de un acto deliberado de los "duros" del régimen para sabotear la hipotética reconciliación entre La Habana y Washington que, aparentemente, se pactaba en secreto con los "blandos". Eso no es cierto. En Cuba no hay "duros" ni "blandos". En Cuba manda un señor que, cuando se comporta como un "duro", todos sus subalternos imitan silenciosa y disciplinadamente, y, cuando se comporta como un "blando", sus corifeos también le calcan los ademanes y el discurso con minuciosa fidelidad. De ahí que Alarcón, Robaina, Lage, Prieto o José Luis Rodríguez --por citar a los que suelen salir en los papeles-- un día suenen como la Madre Teresa y al siguiente como la mamá de Stalin. No son una cosa ni otra. No poseen consistencia propia. Como la gelatina, adoptan la forma de la vasija que los contiene. Son solo dóciles actores dotados de una notable capacidad mimética, aunque seguramente poseen sus propias, ocultas e insignificantes opiniones. En todo caso, da exactamente igual lo que ellos piensen a la hora de afeitarse, porque carecen del menor poder para cambiar las cosas.
Y bien: si no fue una pugna entre "duros" y "blandos", ¿por qué Castro ordenó esta disparatada carnicería aérea? Nadie debe dudarlo: porque se trata de una persona temeraria e inescrupulosa a la que jamás le ha importado ordenar el sacrificio de seres humanos si esa acción se ajustaba a lo que considera su sagrada misión política. Mucho más grave que asesinar a unos muchachos idealistas a bordo de unas avionetas inofensivas, fue pedirle a Kruschev, en octubre de 1962, durante la Crisis de los Cohetes, que lanzara sus bombas atómicas sobre EE.UU., "porque siete millones de cubanos están dispuestos a morir por el socialismo, camarada". Fidel fue un joven irresponsable e imprudente, incapaz de ponderar las consecuencias de sus actos, y hoy es exactamente igual, sólo que más viejo y achacoso, como suele ocurrirle a todo el mundo a los setenta años.
¿Qué va a ocurrir ahora? La debacle: el súbito hundimiento, por falta de recursos externos, del "modelo chino" con el que trabajosamente pensaba salvar su sistema de partido único y rígido control policiaco, estrategia que exigía la reconciliación gradual con Estados Unidos. En lo adelante, las pocas inversiones exteriores que acudían se irán secando, las instituciones financieras congelarán el nivel de riesgo en los límites actuales, algunos empresarios extranjeros se marcharán en silencio, el gobierno no podrá cumplir los compromisos adquiridos, y disminuirá drásticamente la ya exigua capacidad de importación que tiene el país, lo que conlleva una sustancial disminución de la producción y, por lo tanto, del consumo.
Ante esta catástrofe, Castro sólo tiene una opción disponible: desmantelar a toda prisa el insostenible sector público, lanzando a cientos de miles de trabajadores a actividades privadas, para que, de alguna manera, con su propio esfuerzo e inventiva, se procuren en la esfera informal el modo de vida que el estado cubano no puede proporcionarles ni a corto ni a largo plazo, mientras reduce notablemente el tamaño del aparato represivo --medio millón de personas entre Fuerzas Armadas, policía política y tropas especiales--, aunque esto signifique una enorme pérdida de prestigio entre sus ya muy desalentados adeptos. ¿Y qué sucede si no lo hace? Castro lo sabe: el inicio de un destructivo proceso hiperinflacionario que se reflejará en el valor del dólar y en los precios del mercado negro, pues en el otro apenas habrá mercancías o servicios disponibles para la población.
En el orden político la situación será aún más tensa, y Castro, como en el cuento de Borges, se verá colocado frente a un sendero que se bifurca en dos inexorables direcciones: o reprime más --que será lo que le dicte su corazoncito autoritario de bota y pedernal--, y posterga (y agrava) el desenlace de la crisis, o comienza a multiplicar los márgenes de participación de la sociedad en los mecanismos de toma de decisiones, con el riesgo que eso comporta de perder el poder en el proceso de apertura, tan pronto como en sus propias filas le formulen la pregunta fatal: si el socialismo ya ni siquiera es posible como lejana meta teórica, ¿qué sentido tiene preservar una ineficaz estructura política y un absurdo modelo de estado concebidos para servir un fin que ha sido irrevocablemente abandonado? ¿Para qué continuar con el partido único y la dictadura del proletariado si se ha cancelado el objetivo de crear un estado diseñado dentro de la visión marxista?
Naturalmente, Castro intentará escapar de este contrasentido invocando el nacionalismo y el odio al imperialismo yanqui --ahora focalizando en la ley Helms-Burton-- pero la gravedad de la situación económica, y el cansancio general tras casi cuarenta años de atropellos y disparates, rematados con la inesquivable convicción de que no existe salida, pronto sacará a flote los primeros síntomas de una profunda inestabilidad política. ¿Cuándo? Probablemente este verano próximo, cuando falten el agua y la energía, cuando escasee la comida, y cuando un sol de justicia esparcido sobre una sociedad sin ilusiones derrita los caminos que ya no conducen a ninguna parte.
En ese instante Castro sentirá la tentación de siempre: internacionalizar la crisis exportándola a sus vecinos. Será el momento de pensar en derribar más avionetas, de lanzar otra vez a los balseros sobre la Florida, o de quitar las minas que rodean la base militar norteamericana de Guantánamo para que una muchedumbre en fuga se refugie bajo la bandera americana. ¿Que todo eso puede provocar la intervención de las fuerzas armadas norteamericanas? Por supuesto, pero ese final rápido y violento, como de cuchillo, le resulta al Comandante menos amargo que perder el poder a consecuencia de las pugnas intestinas que irán surgiendo en el seno de una población cada vez más desesperada. "Bombardéenos, señor Clinton, o señor Dole --dirá en alguna parte asumiendo el papel de héroe-víctima que tanto disfruta--, invádanos, que aquí hay once millones de cubanos dispuestos a morir con dignidad ante la indiferencia general del mundo." Fue un joven irreflexivo y violento y así, secretamente, le gustaría morir antes que sentirse derrotado por sus adversarios cubanos. Genio y figura --nunca más exacto-- hasta la sepultura.
(Firmas Press)