Quienes tuvimos militancia política en la década de los 80 recordamos con nostalgia a partidos políticos como Liberación Nacional (PLN), Unidad Social Cristiana (PUSC) o Vanguardia Popular (PVP), cada uno en su espectro ideológico y haciendo ingentes esfuerzos para la “formación de cuadros políticos”.
En este siglo, y especialmente a partir de la elección popular de alcaldes, todo eso se dejó de lado. Se descubrió que los municipios serían una ubre prodigiosa para repartir puestos de trabajo —sin los “retrógrados sistemas de méritos” de otras instancias— y para pagar salarios principescos mediante convenciones colectivas que claramente son un robo social, como lo ha dicho la Sala IV.
El alcalde, enganchando su salario al del auditor, logra que cuanto más gane este último, mucho mejor le vaya a él, pues siempre recibirá un 10% más.
El sociólogo alemán Robert Michels, uno de los más respetados teóricos sobre partidos políticos, formuló a principios del siglo XX la llamada ley de hierro de la oligarquía. Afirmaba que tanto en una autocracia como en una democracia siempre gobernará una minoría.
La idea básica es que toda organización se vuelve oligárquica. Él y Moisei Ostrogorski concluyen que la clase política terminará tarde o temprano siendo una oligarquía dentro del partido y que utilizará a este para beneficio propio.
Ambos coinciden en que, si bien al principio se guía por la voluntad del pueblo y se autocalifica de revolucionaria, pronto se emancipa y se vuelve conservadora.
Siempre, o casi siempre, el líder buscará incrementar su poder a cualquier costo, incluso olvidando sus viejos ideales. Costa Rica, por cierto, como en muchas otras cosas, en determinados momentos de su historia ha sido una positiva excepción a la regla: Gregorio José Ramírez en 1823, Bernardo Soto en 1887, Teodoro Picado en 1948 y José Figueres Ferrer en 1949.
En algún momento, las organizaciones políticas dejan de ser un medio para alcanzar determinados objetivos socioeconómicos y se transforman en un fin en sí mismos.
La ley de Michels se fundamenta en tres argumentos: primero, cuanto más grandes se hacen las organizaciones, mayor es la burocratización, y así se forma la élite; segundo, se desarrolla una dicotomía entre eficiencia y democracia interna, de modo que, para que la organización sea eficiente, necesita un liderazgo fuerte, a costa de menor democracia interna; y tercero, la propia psicología de las masas hace deseable el liderazgo y estas tienden al culto a la personalidad. Su única función sería, pues, escoger de vez en cuando a los líderes. Esta es la receta que han seguido, guardando las distancias, el Partido Nacional Fascista, el PSOE español, el bipartidismo estadounidense y —medio en broma, medio en serio— nuestros PLN y PUSC.
Las estructuras de estos dos se concentran hoy en el control del municipio y las asambleas cantonal y provincial, con el objetivo de que les depare algún diputado afín que luche, verbigracia, por sacarlos de la regla fiscal, que curiosamente parece haber contribuido a parir un nuevo presidente de la República en el 2022.
El dinero fluye y se reparte graciosamente entre los privilegiados: una reunión semanal del Concejo Municipal de Alajuela, por ejemplo, reparte ¢7 millones por noche entre regidores, síndicos, suplentes y demás adláteres, como informó La Nación tiempo atrás.
Teóricos clásicos como Ostrogorski, Max Weber y Michels, incluso contemporáneos como Michael Ignatieff y Manuel Alcántara, se quedan cortos frente a las disputas que se producen en algunas de nuestras provincias, cuyas divergencias “ideológicas” se enmarcan en la lucha de dos “Romeos” por elevar su consorte a la dignidad de Cuesta de Moras, o de familias que postulan a toda la descendencia.
El país volvió a la disputa política deprimente, favorecida por una comunidad de votantes asqueados, que prefieren abstenerse de participar en farsas electorales cantonales, lo que a las élites nada les importa porque las favorece. El día que la gente despierte y se empodere en las urnas el juego acabará.
El esfuerzo de las élites antes descritas ya no está en la búsqueda del poder ejecutivo, les es suficiente con controlarlo desde el municipio, mientras se reparten el botín. Ganan perdiendo.
El autor es politólogo.