Hasta la medianoche del 22 de octubre, el volcán Cumbre Vieja había lanzado unos 192.000 metros cúbicos de lava que cubrían un área aproximada de 8.910.000 metros cuadrados.
Ubicado en La Palma, islas Canarias, arrasó, cuando menos, 2.122 edificaciones y 65 kilómetros de calles y carreteras. Todo esto sin contar los acueductos para casas y edificios, los canales de irrigación, alcantarillas, áreas públicas, parques, zonas verdes, cables de energía, plantaciones de banano (plátano, a lo canario), parques industriales.
Hay dolor, pena y sufrimiento provocados no solo por las pérdidas materiales, sino también por la destrucción de la historia, de antiquísimos barrios y caseríos de El Paraíso, Todoque, El Pedregal y La Laguna, que datan de los tiempos en que Colón pasó por Canarias en su primer viaje de exploración hacia el oeste, a finales del siglo XV.
Contabilizar el perjuicio de un desastre natural de tal magnitud será casi imposible: costo unitario del terreno, del área de construcción promedio en La Palma, calles, caminos, carreteras, puentes, acueductos, líneas eléctricas, etc. El número resultante, en quién sabe cuántos años de estudios, será absolutamente conservador.
Nada contabiliza lo que hace el hombre paso a paso, año tras año, generación tras generación. En todo caso, mi pobre y probablemente impreciso estimado a la fecha del recuento, que hice al comienzo de este escrito, es de unos $2 millones como mínimo, ¡y esto sin que haya terminado la erupción ni mucho menos!
¿Cómo se repone una cuantía semejante, si tal cosa fuera posible? El gobierno español ha dicho y redicho lo mismo que repiten los gobiernos cuando arde la calentura de la catástrofe, cuando aún no para la efervescencia ni amainan los vientos del huracán, pero luego, casi siempre, los discursos terminan en planes o mamotretos, que aunque son soluciones, son techos, guaridas que nada tienen que ver con lo intangible que queda oculto tras lo destruido. Para ilustrarlo, recordemos los huracanes Katrina y Otto, o el terremoto de Cinchona.
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Construir un montón de casas iguales no revive los sueños, las esperanzas, la individualidad, la personalidad, los recuerdos, lo que dejaron atrás aquellos a quienes, de la noche a la mañana, la fuerza de la naturaleza —implacable e incontrolable por mano humana— dejó sin nada.
El mío no es un lamento por lo que ha sucedido, pues es historia, son hechos irreversibles. Lo que deberían lamentar profundamente los palmeros y los habitantes de Nueva Orleans o Cinchona es que los gobiernos pretendan decidir su futuro, que se entrometan como tatas metiches a tratar a la gente como si fueran niños o torpes víctimas incapaces de, con un poco de ayuda, rehacer sus vidas a su modo, y no como se le ocurra al planificador de turno.
Y, como siempre, desde ya, las aseguradoras analizan cómo quitarse el tiro. Se ha dicho, por ejemplo, que no se indemnizará por ningún valor de la tierra, que las hipotecas inmobiliarias seguirán corriendo, que pagarán solo lo que ellos evalúen del costo de las edificaciones. ¿Qué me recuerda la situación?
No es mi intención, aunque así lo parezca, criticar la solidaridad de los que no se cuentan entre los afectados para con los que sí, ni la loable existencia de las comisiones de emergencia, ni las buenas intenciones de los gobiernos. Pero si yo fuera uno de los damnificados por la erupción del volcán en La Palma o cualquier otro desastre natural, preferiría que me dejaran, primero, sudar en soledad mi calentura y, luego, que me dejaran seguir y reconstruir mi vida a mi gusto: a mi imagen y semejanza.
El autor es geólogo.