A como están las cosas en este mundo posletrado, lo mejor que le puede pasar a un escritor es que lo lean poco, o que no lo lean ahora, sino más al rato, cuando ya no esté. Así se separa el grano de la paja, el texto de la vida, la sombra del cuerpo. Cuando todo es ruido y crispación, algo de silencio y murmullo viene bien. Por esto es que el hoy centenario Rulfo me sigue gustando y lo sigo (re) leyendo cada cierto tiempo. Nada cuesta y mucho aprendo.
No es como subir la montaña de Proust, de Joyce o incluso de Cervantes (excepto su Licenciado Vidriera ); o recorrer la jungla verbosa de García Márquez o de Lezama Lima, o la pirotecnia parisina de Cortázar; más bien es como caminar temprano por la playa, atento al mar, a la arena en los pies, a las nubes, al chillido lejano de una gaviota. No cansa. Se puede uno detener en cualquier momento y nada pasa.
El que haya escrito poco lo vuelve más valioso para mí. Poco y rotundo. En tiempos de profusión y de interminables obras por completar, un pequeño volumen que podamos llevar en el bolsillo del saco es una buena opción. Hay que viajar ligero. Hay que viajar con los ligeros. Los pesados se quedan atorados en el hoyo de la fama. Pedro Páramo se deshoja de leerse, de releerse o de ya no leerse, como la casucha en ruinas de uno de sus rancheríos de palabras.
Lecturas. Con los años, la tendencia a leer a Rulfo de forma realista, nacionalista, costumbrista, se debilita. Así recuerdo a don Beto Cañas leyéndolo. Por cierto, así siguen leyendo muchos todavía al salvadoreño Salarrué, con quien más de un vínculo podría establecerse con Rulfo.
De este hoy oímos voces, ecos y fantasmas (signos polvosos llevados por el viento del discurso), ahí donde antes algunos solo miraban campesinos, marginados y otras categorías sociológicas. Hay algo de esto, sin duda, pero pasado por alquimia literaria. Comala no es Jalisco, ni Colima, ni siquiera México; es un estado del alma. Va más allá de una geografía política, aunque la incluya.
Rulfo no está solo en su contar leve en el siglo pasado mexicano. No lo acompañan los grandes nombres narrativos del país. Van con él amigos bajos como Efrén Hernández y Amparo Dávila (también autores de escribir poco) y una de mano larga y epiléptica: Elena Garro. Lo demás es bullicio.
Amistad. Por un tiempo, en el mismo edificio de la calle Nazas vivieron Rulfo y Eunice Odio. Fueron amigos de libros y tragos, sobre todo en las fiestas que ella organizaba, a las que asistían colegas como Augusto Monterroso, el citado Efrén, Ernesto Mejía Sánchez y otros.
Eunice llegó a México por el mismo tiempo en que salió a la luz Pedro Páramo, a mediados de los cincuenta. Fue una de sus primeras lectoras. Eunice lo admiraba cuando él era un don nadie y ella una doña nadie. Con el tiempo él pasó a ser un don alguien, pero ella siguió como estaba: triste, solitaria y final.
Según cuenta el memorioso Huberto Batis, ella quiso “heredarle su beca del Colegio de México” al irse a Nueva York, ante la negativa de Alfonso Reyes de otorgársela a Rulfo, pues le tenía ojeriza. ¡Quién sabe si esto sería cierto!
De Rulfo no siento lo trágico, sino lo efímero; no el discurso, sino el tartamudeo; no el arbusto seco, sino el polvo que lo cubre; no el hijo sin padre, sino el escuálido zaguate. No hay montaña en su párrafo, apenas cerro. No hay autopista, solo sendero.
Recordémoslo, léamoslo a ratos y retengamos su eco. No hay prisa. Observemos alguna de sus magníficas fotografías. Sintamos su silencio. No lo abrumen con homenajes. No era su estilo. No hagamos de él un Frida Kahlo literario, y que aparezca hasta en la sopa, flotando en el espeso caldo de las identidades. Mantengamos bajo su perfil, que él solito sabrá cómo mantenerse andando, como siempre lo ha hecho. No hay que señalar al sol para saber que es de día.
El autor es escritor.