Desde hace meses, una justificada inquietud viene creciendo entre los países aliados de Estados Unidos. ¿Cuál será su política global, sobre todo en seguridad, si Donald Trump se convierte en candidato republicano y gana las elecciones el 5 de noviembre frente al presidente Joe Biden? Lo primero parece ahora inevitable; lo segundo, probable. Solo los casos judiciales en su contra, sobre todo los penales, podrían dislocar ambas posibilidades, aunque su ritmo y resultados son poco predecibles.
La inquietud adquirió la condición de alarma después de unas declaraciones dadas el sábado, como parte de una actividad de campaña en Carolina del Sur. No importa cuál haya sido su intención —simple bravuconada o real amenaza—, lo cierto es que, objetivamente, traspasaron los linderos de la prudencia, la dignidad, la responsabilidad y la lealtad hacia países afines, en particular los que integran la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), pero también otros socios clave, como Japón, Corea del Sur y Australia. Por esto, hay que tomarlas en serio.
Refiriéndose a un intercambio en el seno de la OTAN mientras fue presidente, dijo que, cuando el colega le preguntó qué haría Estados Unidos si Rusia invadiera algún miembro de la Alianza que no estuviera cumpliendo la meta de dedicar un 2 % de su producto interno bruto a defensa, él respondió: “No, no lo protegería; de hecho, estimularía (a los rusos) a que hicieran lo que les diera la gana”.
Es difícil exagerar el significado de la reiteración pública de esta frase. Las razones son muchas. Desconoce las obligaciones del tratado que dio origen a la OTAN, que hoy cuenta con 31 socios: Estados Unidos, Canadá y 29 europeos, a los que pronto se unirá Suecia. Según su artículo 5, la agresión contra un miembro será considerada como agresión contra todos y requerirá una acción conjunta inmediata. Por primera vez en la historia estadounidense, un expresidente se siente orgulloso de poder inducir a un claro y agresivo adversario a que actúe a su antojo contra un aliado, y a lo anterior se une que, por exigencia de Trump, una mayoría de los senadores y casi la totalidad de los representantes republicanos insisten en bloquear $60.000 millones de ayuda militar para Ucrania en el Congreso.
Trump, además, se ha vanagloriado en reiteradas oportunidades de que él, como presidente, podría terminar la guerra ucraniana “en 24 horas”, algo que solo sucedería si cede a las pretensiones rusas de anexar alrededor del 15 % de ese Estado soberano.
Tal conjunción de factores, junto con los antecedentes de Trump como sistemático crítico de las alianzas, en particular la OTAN, sus no disimuladas simpatías hacia el autócrata Vladímir Putin y su desdén absoluto por las instituciones y tratados internacionales, hacen aún más preocupantes sus declaraciones y la posibilidad de que regrese a la Casa Blanca.
Por algo las reacciones de censura no se hicieron esperar, con diversos grados de severidad, porque, en última instancia, la prudencia de Europa debe imponerse a los desplantes y amenazas de Trump. Quizá quien mejor captó el sentimiento fue Josep Borrell, comisionado de política exterior de la Unión Europea, con estas palabras: “La OTAN no puede ser una alianza a la carta... no puede ser una alianza que trabaje según cuál sea el humor del presidente de Estados Unidos”.
Tiene toda la razón. Sin embargo, el simple hecho de que esas declaraciones se dieran, y, peor aún, que lo hicieran en medio de la peor agresión que sufre ese continente desde la Segunda Guerra Mundial, es un pésimo augurio. De ahí la justificada alarma, que trasciende los linderos europeos. Si sobre una alianza tan consolidada Trump muestra tal desprecio, ¿cuál será su actitud ante arreglos de defensa como los que tiene con sus aliados en Asia u Oriente Próximo?, ¿cuál su política frente a países que, sin estar atados a convenios de seguridad, mantienen relaciones comerciales y diplomáticas estrechas con Estados Unidos?
Sin ser presidente, Trump ha erosionado ya el liderazgo y el papel global de su país. Si llegara a serlo, las consecuencias podrían ser catastróficas. Es algo sobre lo cual todos los países, en particular los democráticos, debemos tomar nota.