Una y otra vez los estudios sobre la pobreza conducen a la frustración de cifras que no ceden. En un buen año, el indicador desciende al 19% pero con más frecuencia ronda el 21% y en este año de recuperación pos pandemia se ubica en 23%, como en el anterior. Es una noticia relativamente buena porque el pronunciado incremento en los precios hacía temer un mayor número de hogares en descenso hacia la pobreza.
Una y otra vez también cometemos el error de contemplar la estadística como si fuera uniforme para todo el país. Así dejamos de dar la consideración debida a las necesidades todavía mayores de la zona rural. Allí, el Instituto Nacional de Estadística y Censos (INEC) encontró un aumento de la pobreza del 26,3% en el 2021 al 28,3% en el 2022. En los últimos doce años, la cifra solo fue superada en el 2014 (30,3%).
En la zona urbana, los hogares en condición de pobreza son el 21,1%, un cambio poco significativo respecto del año anterior (21,8%). Es decir, la brecha entre el campo y la ciudad se ha venido ampliando con celeridad. La tendencia no cedió pese al incremento del 7% en el ingreso promedio en la zona rural si se compara este año con el anterior.
La aparente contradicción obedece a una mejora en los ingresos de los primeros dos deciles, donde se ubica la población más pobre pero, en el tercero, el aumento no compensó el alza en el costo de vida y muchos de esos hogares cayeron en la pobreza. En general, los ingresos de la población se han recuperado junto con el empleo, pero la inflación hizo caer el ingreso real en un 6,2%.
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En la zona rural, los servicios turísticos se han recuperado, pero la segunda gran fuente de ingresos, la actividad agrícola, sigue rezagada, según Juan Robalino, director del Instituto de Investigaciones en Ciencias Económicas de la Universidad de Costa Rica, aunque advirtió de la necesidad de conducir investigaciones adicionales.
Si la brecha entre zona rural y urbana se cerró en años recientes, fue por la mayor afectación de la pandemia en las ciudades, pero la recuperación también ha sido dispareja y vuelve a marcar una diferencia persistente, que clama por políticas públicas dirigidas a promover el desarrollo de las regiones menos favorecidas del país.
El Congreso del cuatrienio pasado aprobó la ley de zonas francas para intentar cerrar la abismal brecha en materia de inversión extranjera. La Ley de fortalecimiento de la competitividad territorial para promover la atracción de inversiones fuera de la Gran Área Metropolitana pretende influir, mediante incentivos, en las decisiones de inversión de firmas nacionales y extranjeras para dirigirlas hacia costas y zonas rurales.
La iniciativa, buena y bien intencionada, solo tendrá el impacto deseado si se le acompaña de un desarrollo de infraestructura y servicios impregnados de sentido estratégico. No es posible remediar el rezago de las zonas rurales de manera instantánea, pero sí estudiar los avances más útiles para atraer actividades económicas adecuadas a los recursos humanos disponibles y aptas para desarrollar encadenamientos con productores locales.
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Junto a la promoción de la actividad productiva, la zona rural merece esfuerzos específicos del sistema educativo en todos los niveles, incluida la formación técnica, ahora más flexible y adaptable a las necesidades locales en virtud de las leyes aprobadas para reformar el INA y facilitar la educación dual.
La brecha también exige preservar los programas sociales vigentes y ampliar su eficacia. Las transferencias logradas por ese medio son esenciales para no incrementar la diferencia e impedir la caída de más hogares por debajo de la línea de pobreza. No hay una forma más rápida de practicar la contención en condiciones tan apremiantes.