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Convertir a alguien en apátrida es un castigo a perpetuidad.
Un sentimiento de alegría y alivio embarga a los defensores de la democracia y los derechos humanos porque 222 presos políticos nicaragüenses disfrutan, al fin, de libertad. La mayor parte estuvieron recluidos en la tenebrosa cárcel El Chipote, entre dos años y varios meses. Una minoría padeció menos, en confinamiento domiciliario. Todos fueron detenidos injustamente, procesados sin garantía alguna, juzgados en burdos simulacros, condenados con severidad inusitada y sometidos a vejaciones de múltiples índoles.
Entre los liberados y enviados de inmediato a Washington en un avión fletado por el gobierno de Estados Unidos, se encuentran los exaspirantes presidenciales Cristiana Chamorro Barrios, Félix Maradiaga y Juan Sebastián Chamorro; el dirigente estudiantil Lesther Alemán y la legendaria Dora María Téllez, conocida como Comandante Dos de la traicionada Revolución sandinista.
Organizaciones de derechos humanos calculan que otros 38 siguen prisioneros por decisión del régimen. El valiente obispo Rolando Álvarez, quien cumplía arresto domiciliario, se negó a recibir el beneficio. El viernes, fue condenado a 26 años de cárcel, por falsos delitos que contemplan “traición a la patria”, “menoscabo de la integridad nacional” y “propagar noticias falsas”; un ensañamiento que ratifica la perversa naturaleza del régimen.
Lejos de que la dictadura de Daniel Ortega y Rosario Murillo liberara a los 222 prisioneros políticos sin condiciones y, así, demostrara un real compromiso humanitario, el acto estuvo acompañado de dos decisiones arbitrarias y violatorias de derechos civiles elementales: el destierro y el despojo de la nacionalidad nicaragüense.
Ninguno de esos castigos se compara con el encierro arbitrario, pero ambos tienen una naturaleza perversa. El destierro elimina la posibilidad de vivir en la propia patria o comunidad, y corta de cuajo raíces y vínculos personales y físicos. Ser privado de la nacionalidad con la que se nació y, de este modo, convertirse en apátrida, es una perversión aún mayor, porque implica la negación del origen y la pérdida de la identidad civil, sin la cual se torna en extremo difícil desarrollar una vida medianamente normal.
Convertir a alguien en apátrida es un castigo a perpetuidad, por mucho que sus víctimas, en este caso 222 valientes nicaragüenses, nunca dejarán de serlo en su fuero interno ni en el reconocimiento que, como tales, les reconocemos, y por mucho también que el gobierno español les haya ofrecido, generosamente, otorgarles esa nacionalidad.
El artículo 15 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos establece que “toda persona tiene derecho a una nacionalidad” y que “a nadie se privará arbitrariamente” de ella, “ni del derecho a cambiar de nacionalidad” por decisión propia. Su violación es clarísima en este caso. Peor aún, como la Constitución de Nicaragua no contemplaba la privación de nacionalidad como una opción posible, fue reformada de manera expedita y totalmente ilegal después de la liberación de los prisioneros de conciencia. La retroactividad de la decisión es también violatoria del derecho local e internacional.
Ortega se refiere a los exprisioneros como “terroristas”, “mercenarios” y “traidores a la patria”, señal adicional de que, tras la decisión de liberarlos, no existe ningún sentimiento humanitario, sino puro cálculo político para dar una imagen de apertura y, de este modo, inducir a la comunidad internacional a un cambio de actitud, en particular al gobierno estadounidense. El jueves, su secretario de Estado, Antony Blinken, calificó el acto como “un paso constructivo para abordar los abusos contra los derechos humanos en el país, y abre la puerta a más diálogo entre Estados Unidos y Nicaragua sobre temas que preocupan”.
Qué vendrá luego de esta liberación, que celebramos por cada uno de los nicaragüenses que dejan de sufrir cárcel, es algo difícil de decir. Sin embargo, a raíz de la forma en que se produjo y las nuevas penalidades de que son víctimas, tememos que poco cambiará en serio. La represión en Nicaragua no es un simple exceso, sino un elemento consustancial del modelo de control dictatorial en que se sustenta la dictadura dinástica de Ortega y Murillo, al que se añaden el irrespeto a la voluntad popular, la supresión de organizaciones independientes, las persecuciones contra la Iglesia católica, la prohibición de partidos políticos, la corrupción y el control total de los poderes legislativo y judicial, simples instrumentos del régimen.
Ante esas condiciones, no debemos olvidar, como escribió el jueves en un tuit la expresidenta Laura Chinchilla, que “la lucha continúa por la restitución de la democracia y la libertad en ese país”.
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El obispo nicaragüense Rolando Álvarez fue condenado a 26 años de cárcel, acusado de falsos delitos. (STR/AFP)