La Asamblea Legislativa debe prestar atención al artículo publicado ayer en esta sección por el constitucionalista Rubén Hernández Valle, bajo un título impregnado de justo sentido de urgencia: “Aún hay tiempo para evitar jalarse una torta”. La torta, para el articulista, se compone de cuatro errores graves, pero basta con señalar uno para darle la razón.
El artículo 34 extiende el salario global a los servidores actuales. Hemos abogado por eso, como también lo ha hecho Hernández, pero un transitorio de la ley producirá un aumento salarial inmediato para muchos funcionarios justo ahora que las finanzas públicas están en el límite, en buena parte por las remuneraciones disparadoras del gasto público.
Quienes devengan menos del salario global para su categoría pasarían de inmediato al nuevo régimen salarial en lugar de progresar hacia la remuneración fijada por ley mediante aumentos paulatinos. Si la ley llegara a aprobarse con el transitorio como está redactado, contradirá las intenciones de sus promotores y profundizará el problema fiscal.
El salario global pretende ser competitivo en el mercado nacional, pero no tiene sentido aplicar esa lógica, de entrada, a quienes ya laboran para el Estado. En su momento, alcanzarán el monto establecido por ley, pero llevarlos hasta ahí de golpe será un estrés adicional para las finanzas públicas.
A corto plazo, esa es la principal “torta” de las cuatro señaladas por Hernández. A mediano y largo plazo, la torta más importante es el reconocimiento de las convenciones colectivas como principio fundamental del empleo público, pese al texto claramente contrario del artículo 6 del Convenio 98 de la OIT (Convenio sobre el Derecho de Sindicación y de Negociación Colectiva), cuyo texto excluye expresamente a “los funcionarios públicos (sic) en la administración del Estado”.
A falta de una prohibición de las convenciones colectivas, salvo en las instituciones no involucradas directamente en la gestión administrativa, como los bancos o el Instituto Nacional de Seguros, las limitaciones de la ley de empleo público cederán, a lo largo de los años, al impulso de la negociación colectiva y pronto veremos un retroceso hacia los males que ahora se quieren enmendar. Esa es la tercera torta y, para remediarla, aparte de eliminar el inciso f del artículo 4 del proyecto de ley, Hernández insiste en la necesidad de una prohibición expresa, complementada con la reforma y derogatoria de varios artículos del Código de Trabajo.
Por último, el articulista echa de menos la exigencia de concursos públicos para aspirar a un ascenso. Solo así se podrá evitar la especie de endogamia de la actualidad, a cuyo amparo se conceden las promociones al personal de la propia institución y, en ocasiones, del mismo departamento. Recomienda, además, precisar algunos términos, fundamental para la correcta interpretación de la ley.
Los planteamientos de Hernández merecen atención de los legisladores si el propósito es introducir uniformidad y justicia en la Administración Pública. La oportunidad es inmejorable y la necesidad, imperiosa. El Congreso puede aspirar a dotar al país de una reforma histórica para rectificar el rumbo equivocado de varias décadas. A falta de las enmiendas sugeridas, la norma carecerá de la credibilidad necesaria para convencer al país y a los observadores internacionales de la sinceridad de las reformas emprendidas. La ley de empleo público podría ser una primera señal. No debemos desperdiciar la oportunidad de enviarla.