Una iniciativa del diputado Jonathan Prendas, del Partido Restauración Nacional, propone elevar las penas aplicables a los delitos contra el honor cuando sean cometidos mediante las redes sociales. El planteamiento no tiene sentido y entraña importantes peligros para la libertad de expresión.
Un insulto no es más grave cuando se profiere en las redes sociales. Para comenzar, es perfectamente posible difamar con uso de la Internet sin necesidad de emplear las redes sociales. Una lista de correos electrónicos suficientemente amplia basta para hacer llegar la ofensa a un público selecto, escogido para incrementar el daño en virtud de la calidad de los receptores y no de su cantidad. Además, existe la posibilidad de infinidad de reenvíos o reproducciones.
El uso de las redes sociales no garantiza mayor difusión del mensaje. Otros medios de comunicación pueden tener mayor alcance, dependiendo de las circunstancias, y la conveniencia de adaptar las penas al tamaño del auditorio es muy discutible. Si ese fuera el principio, en muchos casos el castigo sería menor para el delito cometido en las redes sociales, porque en no pocas ocasiones la cantidad de “vistas” queda corta frente a la circulación o audiencia de otros medios de comunicación. En cualquier caso, el juez dispone de discrecionalidad para moverse entre el extremo mayor y el menor de la pena según su valoración de la gravedad de los hechos.
Por lo demás, poner al Congreso a discutir si el extremo menor de la pena por el delito de injurias debe ser 15 días multa y no 10, es decir, ¢213.000 en lugar de ¢142.000 es una pérdida de tiempo. La fe en los ¢71.000 de diferencia como elemento disuasivo solo apunta a un extremo desconocimiento de principios básicos de la criminalística.
Desde el punto de vista de la disuasión, la severidad de la pena es menos importante que la certeza de su aplicación y, si el endurecimiento del castigo es, además, insignificante, como en este caso, difícilmente cumplirá el propósito de “garantizar” el “honor de las personas”, como dice el diputado proponente.
En cambio, la reforma parte de la peligrosa noción de una falta de rigor en la legislación existente para proteger el honor. Así, abre la puerta a otros “ajustes” a los cuales siempre han aspirado importantes sectores de la clase política. El diputado Prendas no oculta la vecindad de sus motivaciones con el deseo de brindar protección a políticos y funcionarios. La modificación de las penas regiría para todos los casos, aun cuando el ofendido no sea político o funcionario público, pero el legislador enfatiza su preocupación por los insultos proferidos contra diputados, políticos y funcionarios públicos, muchas veces insultados en sus propios perfiles o cuentas, según dijo. Además, según su criterio, la necesidad de la reforma quedó demostrada por la cantidad “impresionante” de insultos hallada mediante un rastreo de los perfiles de funcionarios y exfuncionarios públicos.
Esas motivaciones también preocupan. La jurisprudencia tiene bien establecida la obligación de las figuras públicas de ser más tolerantes ante la crítica. Una iniciativa de ley inspirada en la percepción de protección insuficiente para políticos y funcionarios evoca las funestas leyes de desacato y navega a contracorriente de los principios democráticos.
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La comisión de este tipo de delitos será una constante mientras sus autores no sean perseguidos. Encarecer la injuria en ¢71.000 no servirá de nada. La severidad de la pena no guarda relación alguna con la impunidad. Antes de reformar la ley para agravar las penas, quienes se sientan ofendidos deben actuar en el marco de la legalidad existente. Lo demás es perder el tiempo y sentar peligrosos precedentes.