Los ingresos de 53 empleados del Instituto Costarricense de Turismo (ICT) superan los de la presidencia ejecutiva. Ese número representa la quinta parte de la planilla de 277 funcionarios. En algún caso, los subalternos ganan más del doble, y si en lugar de preguntarnos por salarios superiores investigáramos sobre las compensaciones comparables, encontraríamos que buena parte de la institución gana, al menos, como presidente ejecutivo.
Aún más, los ingresos de un gran porcentaje de funcionarios de la institución son similares a los de los ministros, o mayores, por mucho, en algunos casos. El fenómeno no es exclusivo del ICT. Se repite en casi todos los ministerios y en muchas otras instituciones del Estado.
El asunto llama a la reflexión. Los presidentes de la República encaran serios problemas para reclutar talento y formar gobierno. Muchos ciudadanos de valía rechazan la oferta por razones económicas y otros aceptan prestar servicio a costa de sus finanzas personales y familiares.
La función pública no debe estar reservada para quien no se preocupa por sus ingresos, con exclusión de otros menos afortunados. Tampoco debe ser coto de quienes ganan menos en otras actividades. El mercado cotiza el talento. Las contrataciones por debajo de sus parámetros arriesgan la calidad y, en el peor de los casos, la intención de obtener beneficios por medios inconfesables. En suma, el servicio en los altos niveles de la administración no debe exigir sacrificios económicos exagerados.
Sin embargo, la sola mención de un ajuste a los ingresos de ministros y otros altos funcionarios suscita indignación mientras en las mismas instituciones hay decenas de salarios superiores, pagados por desempeñar funciones de menor complejidad. El sistema de compensación está de cabeza y la clave está en los incentivos y pluses salariales cuyo silencioso crecimiento está entre los principales factores del déficit fiscal.
El salario base de un jefe de departamento del ICT, por ejemplo, es de ¢958.000. La suma está a buena distancia de los ¢2,7 millones mensuales devengados por la ministra de Turismo, pero, en realidad, el funcionario recibe ¢4,1 millones por efecto de los beneficios salariales. En un caso, ¢3,6 millones del total de ¢5,9 millones devengados por un empleado corresponden a anualidades.
A fin de cuentas, el país paga por el tiempo de permanencia en el cargo, no por las responsabilidades aparejadas a la función ni por la habilidad para desempeñarla. Mucho menos paga por resultados porque es bien conocida la falta de evaluación del desempeño en la Administración Pública. No paga, en cambio, salarios competitivos con los del mercado para los cargos más altos, de mayor responsabilidad y consecuencias.
El ICT es tan solo un ejemplo de los males enquistados en todos los rincones del Estado, especialmente en las instituciones autónomas. Es, también, un ejemplo de la forma como esas instituciones son secuestradas para convertirse en fuente de prosperidad, muy especialmente, para sus empleados.
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La institución salió en defensa de los privilegios salariales con argumentos que lo explican todo. “Nótese” dice la administración, que el ICT no es parte del Gobierno Central ni su presupuesto proviene de transferencias. Se financia con $15 del impuesto al ingreso y con el 5 % sobre los pasajes aéreos. Implícita en la explicación está la convicción de que esos fondos le pertenecen al Instituto y su burocracia tiene derecho a repartir una porción generosa entre sus funcionarios.