Cinco meses después de su triunfo en una segunda ronda electoral, el médico conservador Alejandro Giammattei asumió el lunes la presidencia de Guatemala y, con ella, la compleja tarea de gobernar un país signado por seis males esenciales: la debilidad institucional, la corrupción, la impunidad, la inseguridad, la pobreza y la exclusión. Combatirlos sería en extremo difícil para cualquier presidente, pero más todavía para quien es producto de un proceso electoral sumamente cuestionado, carece de razonable apoyo partidista, deberá lidiar con un Congreso en extremo fragmentado y, además, está rodeado de una serie de poderes fácticos que tradicionalmente han limitado la capacidad de acción gubernamental.
A lo anterior se añade que su predecesor, Jimmy Morales, elegido sobre la base de una falsa plataforma de transparencia, sobriedad y honestidad, contribuyó a la agudización de prácticamente todos los males de Guatemala y la emprendió sistemáticamente contra los trabajosos esfuerzos que se venían efectuando para construir un verdadero Estado de derecho en el país. Su decisión más demoledora, en este sentido, fue ordenar la salida de la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (Cicig), establecida por convenio con las Naciones Unidas, algo que Giammattei, desgraciadamente, no está dispuesto a revisar.
Como colofón a sus cuatro años de desaciertos, y fiel a su vocación de comediante, Morales y el Parlamento Centroamericano, con sede en la capital guatemalteca, escenificaron la noche del lunes un espectáculo de tragedia bufa. Para mantener su inmunidad y evitar la formulación de cargos en su contra tras dejar el poder, él y su vicepresidente fueron juramentados como flamantes miembros ex officio de ese órgano, que se mantuvo deliberadamente en sesiones hasta altas horas de la noche mientras ambos exfuncionarios, con apoyo de policías antimotines, burlaban las protestas populares que les impedían acceder a la sesión.
De cara a estas realidades, Giammattei no solo necesitará buenas intenciones y objetivos loables, de los que estuvo plagado su discurso de toma de posesión. Entre ellos, mencionó mantener la estabilidad macroeconómica (una clara fortaleza de Guatemala), combatir la enorme desnutrición infantil, articular una serie de instancias oficiales como vía para disminuir la inseguridad, desatar una guerra “absoluta” contra la corrupción, fortalecer la seguridad jurídica, generar oportunidades de superación y reducir la vulnerabilidad del agro y los campesinos, en su mayoría indígenas. La clave está en cómo proceder para avanzar hacia el cumplimiento de esos propósitos. Contra ello, conspiran su debilidad política, la falta de una visión articulada de las acciones que deberán emprenderse y la oposición de poderosos sectores —entre ellos grupos empresariales que le son afines— renuentes a los cambios estructurales sin los cuales los avances serían muy reducidos.
Aunque hiciéramos caso omiso de su hostilidad hacia la Cicig, no encontramos en su discurso nada que indique una estrategia para fortalecer el desempeño y la independencia de las instituciones guatemaltecas, en particular las encargadas de combatir la corrupción y la impunidad. Tampoco habló de medidas de real impacto para aumentar la recaudación tributaria —apenas el 10 % del PIB—, a pesar de que sin más ingresos difícilmente se materializarán muchas de las intenciones que planteó. Y si bien en su gabinete cuenta con personas competentes, sobre todo en el ámbito económico, sus vinculaciones tan directas con el gran empresariado les restarán autonomía y capacidad de acción.
Si Giammattei lograra sobreponerse a estas limitaciones y promover cambios profundos, merecería enorme reconocimiento. Pero como esto resultará tan difícil, esperamos, por lo menos, que haga honor a sus promesas de rectitud, sensibilidad y compromiso con el crecimiento económico. De lo contrario, no podemos descartar que, dentro de cuatro años, lo llegue a agobiar la misma urgencia de Jimmy Morales por juramentarse como miembro del Parlamento Centroamericano.