El Tribunal Supremo de Elecciones (TSE) necesita conductores para desempeñar sus funciones. Sin ellos no podría transportar funcionarios ni materiales adonde son requeridos. En ese sentido, los conductores son indispensables para la institución encargada de garantizar la pureza del sufragio. No menos imprescindible es el personal de conserjería. Sería una vergüenza nacional, además de un irrespeto a las normas de salubridad, permitir la acumulación de inmundicias en las instalaciones del cuarto poder de la República.
Pero la Ley Marco de Empleo Público no pidió al TSE definir cuáles funciones son indispensables para el cumplimiento de su misión, sino cuáles funcionarios desempeñan labores propias de las tareas “exclusivas y excluyentes” del organismo, es decir, una función electoral en el caso del TSE. Los choferes y conserjes hacen las inapreciables labores de manejar y limpiar, pero no cumplen la función estrictamente electoral del jefe de la Dirección de Financiamiento de Partidos Políticos.
No es difícil entender y hasta resulta obvio, pero el TSE y varias instituciones con independencia o autonomía decidieron actuar como si fueran incapaces de comprenderlo. Su interpretación de la ley es tan estrecha que desemboca en el absurdo. Los misceláneos del TSE tienen funciones electorales y eso justifica distinguirlos salarialmente de quienes desempeñen idénticas tareas en el Ministerio de Hacienda, cuya labor, suponemos en aplicación de la misma lógica, es tributaria si mantienen la limpieza en esa área o quizá presupuestaria si se desempeñan en el Viceministerio de Egresos.
Los jerarcas de las instituciones rebeldes —TSE, municipalidades, Poder Judicial, universidades y otras— deben ponderar las consecuencias de ese despliegue de ingenio interpretativo. En juego está la credibilidad y la confianza depositada en ellas por la ciudadanía.
La Sala Constitucional describió con meridiana claridad la existencia de un funcionariado con tareas administrativas muy básicas y estandarizadas en todas las instituciones del Estado. Esos empleados públicos pueden quedar bajo el marco regulador general sin infringir los límites impuestos por la independencia y autonomía de las instituciones cobijadas por esos fueros.
Los magistrados hicieron la distinción en el pasado. En 1993, la Sala distinguió entre dos tipos de funcionarios para definir cuáles tienen derecho a la negociación colectiva: los que participan de la gestión pública, vinculados por una relación estatutaria de derecho administrativo, no pueden firmar convenciones. A los demás se les regula por el derecho laboral común y sí pueden hacerlo. Estos últimos son, precisamente, los encargados de funciones básicas y estandarizadas en toda la Administración Pública. Se trata de los empleados públicos, diferenciados de los funcionarios en otras legislaciones, pero no en la nuestra.
En defensa de la independencia y autonomía, la Sala Constitucional reconoció el derecho de cada entidad dotada de esos atributos a definir sus escalas de salario global y también los colaboradores con funciones propias de las tareas exclusivas y excluyentes de la institución. Esas potestades, no obstante, deben ser ejercidas con apego a los principios establecidos por la ley, como la disponibilidad de fondos públicos, la sostenibilidad y el equilibrio financiero, así como criterios de razonabilidad, proporcionalidad, lógica, ciencia y técnica. Sobre todo, deben ser ejercidas con sensibilidad frente a los efectos sobre el cuerpo político de burlar la ley.
