La teoría económica ha enseñado, desde el siglo XVIII, con altos, bajos y no sin algunas controversias, que la libre competencia produce los precios de mercado más “justos”. Aun con sus imperfecciones e interferencias evidentes, nadie ha sido capaz de diseñar otro esquema mejor.
Los precios determinados por el mercado cumplen la tarea de asignar, eficientemente, los recursos productivos, maximizar productividad, fomentar la innovación y el desarrollo tecnológico, aprovechar economías de escala y distribuir los beneficios de la producción, en proporción más cercana a lo que cada uno aporta. Subsisten problemas e inconsistencias, pero cada vez que alguien inventa mecanismos alternativos, los resultados son mucho peores.
En la vida real, la libre competencia sigue siendo una meta por alcanzar y, más aún, la competencia perfecta. Pero en la mayoría de los casos es mejor resignarnos a algunas imperfecciones del mercado que meter al Estado a arbitrar las decisiones económicas. Las distorsiones que el Estado genera producen peores resultados que si no lo hace del todo. El sistema económico debe orientarse al logro progresivo de niveles más altos de competencia, eliminando los factores que interfieran en vez de intentar compensarlos con otras distorsiones.
Pero siempre hay actores con capacidad de obstruir la correcta formación de los precios, especialmente si se apoyan en componendas políticas que protegen sus mercados, les otorgan abominables exclusividades o les subsidian de modo discriminado. En tales casos, la economía funciona mal, la producción se reduce y el bienestar general se afecta severamente. Es cuando la regulación podría ser considerada el último recurso. Pero está claro que todo modelo regulatorio, al fin y al cabo, no pasa de ser una burda réplica de lo que, supuestamente, haría mejor el mercado.
Fracaso. El Estado ha instaurado mecanismos para tratar de reducir, con pobres resultados, los efectos nocivos del poder monopólico existente en muchos sectores, ya sea por condiciones del entorno, limitaciones de escala o, en su mayor parte, por decisiones políticas arbitrarias. Se han creado entes como la Comisión para la Promoción de la Competencia (Coprocom), la Autoridad Reguladora de los Servicios Públicos (Aresep), la Superintendencia de Comunicaciones (Sutel), así como las superintendencias financieras, supuestas a limitar los abusos en los servicios públicos monopólicos creados, en su mayoría, por el mismo Estado.
Esos entes y sus metodologías son aún muy imperfectos y, en algunos casos, presentan serios vicios de captura regulatoria donde los regulados terminan imponiendo sus condiciones.
Por ejemplo, en el caso de la Aresep, la ley establece que los precios y las tarifas deben atender al principio de “servicio al costo”. Pero ¿cuál costo: medio, marginal o total? ¿El del proveedor más eficiente o el del más ineficiente? Infortunadamente, en la práctica, los reguladores se decantan por este último.
¿Y la eficiencia, la innovación y el cambio tecnológico? Es cierto que hay modelos que intentan reproducir esos efectos, pero son imperfectos y los grupos de presión impiden adoptarlos y, de todas maneras, también son aproximaciones groseras a la realidad. Pero como se hace imposible eliminar las interferencias monopólicas y las influencia de grupos de poder, no queda más remedio que utilizar esos modelos. Lo peor es que los monopolios sobreviven, en ocasiones, por razones estructurales, pero, en su mayor parte, por la obcecación de los propios ciudadanos a quienes se intenta proteger.
El principio básico de la regulación manda que, en el tanto se den condiciones para que opere un grado suficiente de competencia, lo más sabio es que el Estado saque sus manos de esos mercados. Así lo establece, explícitamente, por ejemplo, la regulación de las telecomunicaciones.
Modernidad. En silencio, y casi sin que nadie se diera cuenta, el cambio tecnológico ha venido a liberalizar el servicio de taxis y resuenan tambores de que, pronto, ocurrirá lo mismo con otros esquemas tradicionales de movilidad. La hegemonía que mantenían los taxistas en su campo, basada en prohibiciones y discriminaciones, se ha venido desbaratando a pasos acelerados.
Primero fueron los piratas, luego los porteadores y, recientemente, los modelos de economía colaborativa (Uber y similares). Nadie puede negar que estos últimos modelos son mucho más eficientes y satisfacen mucho mejor las necesidades de los usuarios. Son sistemas que se apoyan en plataformas tecnológicas muy eficientes y ofrecen mucha mayor seguridad a los usuarios, facilitan los esquemas de pago y, casi siempre, el servicio es de superior calidad y comodidad. La oferta de servicios se ha ampliado para satisfacer una demanda anteriormente reprimida.
Pero ¡oh desgracia!, el gobierno se ha ido por la solución fácil y, en vez de buscar la manera de aprovechar esos avances, se ha inclinado, de nuevo, por tratar de detener el progreso y la tecnología.
Desregular. Quienes redactaron el proyecto de ley enviado a la corriente legislativa no se han dado cuenta de que ya, en ese sector, existen, de sobra, condiciones suficientes de competencia y que lo que procede es una acelerada desregulación. El proyecto más bien introduce más regulación, a todas luces innecesaria.
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Lo que procedería es que el MOPT, el CTP o la Aresep estuviesen trabajando en esquemas para promover la tecnificación del transporte para hacerlo competitivo y eficiente, en vez de inventarse un cúmulo de trabas que hacen inoperante la competencia. El gobierno debería estar haciendo esfuerzos por promover que los taxistas tradicionales se muevan hacia esquemas de última tecnología. De hecho, los taxistas pagan cánones al CTP y a la Aresep que pueden ser empleados para ese fin.
La paradoja de paradojas es que se están sacando de la manga indemnizar a los taxistas para que mantengan su viejo modelo, o como premio, por haber disfrutado una posición ventajosa por tantas décadas. Por ese camino, pronto tendremos que estar indemnizando a notarios, médicos, arquitectos o ingenieros cuando la tecnología reduzca su demanda, o a las secretarias, contadores, sastres, costureras, zapateros, pulperos, etc., por la automatización de los procesos.
Pareciera que, para las autoridades y los políticos, la satisfacción de las necesidades y preferencias de los usuarios no cuenta. Es fácil adivinar que los consumidores no son grupos organizados en torno a posiciones de poder ni pueden amenazar con huelgas o acalorados disturbios. Tampoco contribuyen generosamente al financiamiento de las campañas políticas. ¿Debemos aceptar esto como anatema irremediable?
El autor es economista.