Los fundadores de los Estados Unidos hicieron una extraordinaria contribución a la humanidad con la creación de una república modelo, pero ese avance extraordinario hoy muestra fallas urgidas de corrección. El pecado original fue la esclavitud y de ella derivan males persistentes, más allá de la noble causa triunfante en la Guerra Civil.
Dos de esas herencias cobran hoy un protagonismo extraordinario. Pese a ingentes esfuerzos y grandes avances, el país no ha logrado resolver la tensión racial. Está presente y permea la política, plena de referencias, casi siempre veladas pero muchas veces explícitas, a la “sustitución” de los grupos tradicionalmente dominantes y a la “contaminación” de su sangre.
Para mantener a los estados esclavistas del sur comprometidos con la naciente república, la constituyente de 1787 les concedió una representación legislativa basada en la suma de la población libre más tres quintas partes de la esclavizada. Norte y sur estaban igualmente poblados, pero la tercera parte de los sureños eran esclavos. Concederles el voto era impensable, no obstante, dejar de contarlos ponía al sur en inferioridad numérica.
La búsqueda de equilibrio reflejada en el acuerdo de las tres quintas partes se trasladó al sistema de elección presidencial con el voto en segundo grado y el Colegio Electoral. A partir de la Guerra Civil, una enmienda constitucional ordenó contar el voto de todos los ciudadanos, pero el período de la Reconstrucción del sur se caracterizó por la supresión del voto negro mediante artimañas o violencia.
El Colegio Electoral siguió cumpliendo el propósito de privilegiar al sur y a sus grupos dominantes durante casi un siglo, hasta la reforma electoral de 1965, pero el legado de esa distorsión todavía explica elecciones como las del 2000 y el 2016, en que el ganador no obtuvo la mayoría del voto popular. También explica la eficacia del argumento racial para alcanzar a una minoría decisiva.
Las demandas de esa minoría obligan a políticos con formación, experiencia y alto nivel educativo a afirmar que un país fundado con la esclavitud como parte del tejido institucional nunca fue racista o encontrarle a la abominable institución la “ventaja” de capacitar a sus víctimas para desempeñar una variedad de oficios.
Que los más altos tribunales deban considerar, a estas alturas, la posibilidad de una inmunidad absoluta del presidente para todo acto en ejercicio del poder, incluido el asesinato de sus adversarios, es una medida de las materias pendientes. La república modelo está urgida de revisión.
Armando González es editor general del Grupo Nación y director de La Nación.